Aquellas primeras lecturas...
En este Día del Libro Infantil y Juvenil los artistas Hisae Ikenaga, Andrea Canepa y Guillermo Mora, las intérpretes musicales Laia Falcón, Marta Espinós y Soleá Morente, el cineasta Albert Serra y los dramaturgos Ernesto Caballero, Alberto Conejero y Denise Despeyroux nos cuentan la lectura infantil que mejor recuerdan
2 abril, 2020 09:05A pesar de la extraña y dramática situación que estamos viviendo por culpa del coronavirus, abril continúa siendo el mes de la literatura por excelencia, y quizá más que nunca este año, cuando editoriales y librerías necesitan todo el apoyo posible ante el parón del sector. Pero antes de la llegada del Día del Libro el próximo 23, tiene lugar hoy la celebración del Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil, que desde 1967 conmemora el nacimiento del escritor danés Hans Christian Andersen con el fin de promocionar los buenos libros y la lectura entre los más jóvenes.
Desde El Cultural hemos querido celebrar esta fecha desplazando nuestra mirada de los escritores, habituales protagonistas, a otros creadores e intérpretes del mundo de la cultura. Los artistas Hisae Ikenaga, Andrea Canepa y Guillermo Mora, las intérpretes musicales Laia Falcón, Marta Espinós y Soleá Morente, el cineasta Albert Serra y los dramaturgos Ernesto Caballero, Alberto Conejero y Denise Despeyroux nos cuentan cuál fue su primera lectura o aquellas que más nítidamente recuerdan de su infancia.
Ernesto Caballero
Como tantos otros niños, hijos del desarrollismo, leí compulsivamente todas las historias de Tintín. A esa edad, como sucede ahora a cualquiera, uno no discierne entre la ficción y la realidad, lo cual me llevó al convencimiento de que el héroe creado por Hergé era una persona real que el día menos pensado tendría a bien visitarme cualquier mañana de fiebre y aspirina. Sí, Tintín existía “de verdad”; no así las quiméricas figuras que aparecían en los libros de la colección Vidas ejemplares (editorial Novaro) y que formaban también parte de mis incipientes lecturas de infancia.
Contemplo ahora a aquel muchacho que según parece, fui, pasmado ante los admirables hechos de aquellos legendarios personajes como Santa Bernardita, José, primer lector de sueños, Los tres mártires del desierto, el rey David o el padre Damián. Más tarde, ya en los albores de la adolescencia fui abandonando este virtuoso tropel, deslumbrado por las obras de Julio Verne, especialmente por su Viaje al centro de la tierra que, en mi caso, fue sin duda el inicio de una decisiva incursión al centro mismo de la pasión lectora.
Hisae Ikenaga
En México a partir de 1960, hasta nuestros días, la Secretaría de Educación Pública da libros gratuitos de las materias básicas a todas las escuelas primarias del país. En el libro de Español, en los años 80, había muchísimos cuentos, adivinanzas, rimas y poemas de distintos autores, sobre todo mexicanos y con una fuerte influencia de historias y personajes de culturas prehispánicas. Las ilustraciones tenían un aire un poco cursi, psicodélico y de glifos mexicanos, muy coloridas, todavía recuerdo algunas de ellas. Ya en casa lo que me gustaba leer eran tebeos de kiosco, sobre todo americanos.
Antes de la adolescencia me guiaba más por las ilustraciones. Creo que el libro que marcó mi infancia era uno que guardaba mi abuela, que vivía con nosotros, en su mesilla de noche, era de Magritte, un libro pequeño, de esos que venden en los museos con muchas imágenes. Los cuadros me parecían la cosa más rara y más interesante y lo miraba casi diario. Con los años he sido consciente de la gran influencia de este pintor en mi obra.
Albert Serra
Recuerdo sólo tebeos y un libro Rascal mi tremendo mapache; lo que corrobora que la infancia no tuvo ninguna importancia en mi formación, ni en la de nadie. Después he odiado violentamente el mundo de los cómics, los libros infantiles y los de género (lo mismo con las películas de este tipo). Estas lecturas debían venir de fuera, quizás porque en mi familia, nadie, y quiero decir nadie, en las últimas cuatro generaciones de las dos ramas, ha leído jamás un sólo libro en su vida. Mi vida de lector empieza con el uso de razón y las lecturas que salen de mi en la adolescencia: Bataille, Rimbaud y, un poco después, Proust. Y después todo lo que he ganado lo he gastado en libros.
Laia Falcón
El duende que encendía una a una las luces de la noche de Nueva York, aquella niña que se presentó al concurso de dibujo para fabricarse un laboratorio… qué gran suerte, que casi todo empezase con mil cuentos y que los primeros fueran los que mis padres inventaron noche tras noche. Después llegaron aquellas colecciones, de dibujos maravillosos y palabras hechas música (“alféizar”, “contramaestre”, “botavara”, “manjar”…), que leían a media voz bajo mi atenta vigilancia, no se fueran a saltar algún párrafo.
Harry Potter o Las aventuras de Alfred y Agatha estaban aún por venir. Así que, si aceptara elegir, escogería Matilda de Roald Dahl: la niña lectora que aprendió a ir sola a la Biblioteca y encontró el modo de plantar cara al maltrato, a la cerrazón y a esa peligrosa daga que sostienen los que, a voz en grito, defienden la ignorancia.
¡Vuelve, Matilda! ¡Vuelve, duende! ¡Os necesitamos otra vez!
Alberto Conejero
El recuerdo de las primeras lecturas es como el recuerdo de los primeros amores: pervive en una luminosa neblina, en el filo entre la verdad y el ensueño. Yo me recuerdo niño y asomado a las páginas de la antología de poemas de Antonio Machado publicada por Ediciones de La Torre; más de tres décadas después aún siguen girando en el recuerdo los "lindos pegasos / caballitos de madera". Creo que lo primero que leí en prosa fue la leyenda del hombre caimán incluida en Cuentos de animales fantásticos para niños, publicado (me parece) por Coedición Latinoamericana. Y la primera obra de teatro que leí fue Bodas de sangre de García Lorca. Recuerdo cómo en una habitación de un barrio obrero de Madrid, de repente, apareció un bosque lleno de misterio y de deseo.
Marta Espinós
De pequeña fui ratita de biblioteca. Mi padre es bibliópata, y los libros se multiplicaban en los estantes. Probablemente mi primer recuerdo bibliográfico sea En Teo va amb avió –en valenciano, mi lengua materna–, cuyo ejemplar superviviente disfruta hoy mi hijo Martín. ¿Fenómenos editoriales que marcaron mi primera infancia? Sin duda El libro gordo de Petete, cuyos fascículos coleccionábamos y encuadernábamos en gruesos volúmenes de colores. También La enciclopedia de Barrio Sésamo, versión impresa del mítico programa de los 80. Y en el terreno del cómic fui suscriptora de la revista valenciana Camacuc, aún existente.
Recuerdo el día que mi padre me compró Momo, de Michael Ende: exprimí sus múltiples lecturas; años más tarde La historia interminable y el menos conocido Jim Botón y Lucas el maquinista. Y la imprescindible colección El barco de vapor de la editorial SM, cuyos lomos de colores marcaban nuestros progresos lectores (blanco, azul, naranja y roja, ¡la de los mayores!). Devoré los libros de Los cinco y de Los siete secretos de Enid Blyton, y la serie de El pequeño Nicolás de los grandes Goscinny y Sempé, últimas lecturas antes de pasar a la página de la pubertad.
Andrea Canepa
Tuve la suerte de crecer en una casa en la que se lee mucho así que aficionarme a leer fue algo natural. Me gustaba más que al resto de mis compañeros de clase y mi profesora lo sabía. Uno de mis primeros recuerdos es apurarme a terminar los exámenes del cole porque me dejaba leer los libros Senda de Santillana mientras el resto de la clase acababa. Los libros tenían ilustraciones preciosas con historias de cometas, de circos y de Pandora con su caja de los vientos.
Cuando tenía 8 años mis padres hicieron un viaje y me dejaron a cargo de mi abuela. Mi madre me dio su copia de El principito para que la leyera por las noches. Los dibujos me intrigaban muchísimo y empecé a leer el libro. Cuando llegue a la parte del sombrero tuve que parar. ¡Yo no había visto la serpiente comiéndose al elefante como el resto de los niños! Yo había visto un sombrero como un vulgar adulto. Me deprimió tanto que no pude seguir leyendo. Finalmente terminé de leerlo ya de adolescente, quizá el momento ideal para ello.
A los 9 años encontré El diario de Ana Frank en una estantería de casa. Empecé a leerlo y me enganché, pero en algún momento se me ocurrió hojear las últimas páginas. Al final del todo encontré el epílogo. No sabía lo que era un epílogo y lo leí. Rompí a llorar y no volví a coger el libro más. Desde entonces no he vuelto a hojear las últimas páginas de ningún libro. Cuando tenía 10 años cayó en mis manos Las aventuras de Tom Sawyer. Me gustó tanto que cuando me mandaban a dormir, me escabullía de la habitación que compartía con mi hermana y me escondía en el baño para seguir leyendo hasta tarde. Hasta hoy me encanta leer, pero echo de menos la intensidad de las sensaciones que me generaba de pequeña.
Denise Despeyroux
"Porque la verdad es que una tristeza de elefante es mucho más grande que una tristeza de persona". Eso explica la protagonista del que sin duda fue mi primer libro favorito: Dailan Kifki, de la autora argentina María Elena Walsh. La aventura comienza cuando una joven, que vive con sus padres y su hermano, se encuentra un elefante abandonado en la puerta de su casa. Este elefante no es otro que Dailan Kifki, trabajador, cariñoso y amante de los dibujos animados, y claro… la joven no tiene más remedio que hacerse cargo de él, pese a todos los trastornos que esto traiga.
María Elena Walsh (1930-2011) es también la autora de canciones que marcaron mi infancia, y que hoy en día me siguen conmoviendo. No conozco, en el género de la canción infantil, rimas más divertidas y atinadas que las de canciones como "El reino del revés" o "La vaca estudiosa" ni imágenes más bellas que las de "Canción del pescador" o "Canción para bañar la luna". Y tantas otras… Creo que la aportación de la autora al género fue realmente revolucionaria.
Hoy en día Dailan Kifki está en editoriales como Alfaguara y Siruela. Yo aún guardo en la memoria las hermosas ilustraciones de Pedro Vilar en su primera edición de 1966 en Editorial Sudamericana.
Guillermo Mora
Apenas leo la propuesta que me lanza El Cultural, me viene a la cabeza la imagen de un libro amarillo y morado que debe seguir estando en casa de mis padres. Es curioso que lo primero que aparece en mi mente sean los colores de su portada. No su título, ni su autor, ni la historia o relatos que contenga. Sólo dos colores, complementarios.
Aparco la idea de llamar a casa para que busquen el libro y me faciliten la información. Quizás ya no esté. Opto mejor por adentrarme en los callejones de mi cerebro. Comienzo a recordar mi habitación, la estantería donde estaba el libro, un momento de lectura, alguno de sus personajes que me lleve a aquellas páginas... De repente mi cabeza superpone la figura de una zorra sobre la portada amarilla y morada. Acto seguido aparecen una hormiga, una cigüeña, un león, una cigarra, y ¡bingo! son las Fábulas de Samaniego, son esos animales que no hacen otra cosa más que recrear nuestras virtudes y nuestras miserias. No puedo garantizar que sea el primer libro que leyese en mi infancia, pero hoy es mi impulsivo recuerdo.
Soleá Morente
Que yo recuerde, mi primer contacto con los cuentos y la literatura, imagino que como ocurre con todos los niños, fueron los cuentos que mis padres me contaban de niña, cuando no sabía leer. Eran historias astrológicas, sobre galaxias y estrellas, y sobre el cielo y las nubes, que recuerdo escuchar sobre todo en las noches de verano en la terraza. Por ejemplo, mi padre siempre contaba un cuento sobre la historia de amor de la Luna y el Sol. Además, desde muy pequeña tuve un contacto muy directo con la poesía de Federico García Lorca, y Doña Rosita la soltera la leí también por entonces.
Otros libros que me impactaron, ya un poco más mayor, fueron Las aventuras de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle. Fue la primera vez que tuve contacto con ese tipo de literatura de suspense, de intriga, y esas novelas del detective, en una versión para niños de la que aún tengo grabadas en la mente las ilustraciones, me atraparon mucho. También me marcaron mucho el libro No tengo miedo, de Niccolò Ammaniti, y los Cuentos de Celia, de Elena Fortún.