Tokio ya no nos quiere
Ray Loriga
7 marzo, 1999 01:00La última novela de Ray Loriga se presenta como una obra de ciencia ficción que adopta la forma de un libro de viajes
D esde la aparición de Lo peor de todo (1992), Ray Loriga (Madrid, 1967), escritor que también ha dado sus primeros pasos como guionista y director de cine, ha venido representando con sus cinco libros de narrativa una de las corrientes más ruidosas en la novela española de los noventa: la de una nueva narrativa de autores jóvenes que pretenden dar cuenta del tiempo que les ha tocado vivir en las modernas sociedades regidas por valores materiales y por el progreso tecnológico y científico, para lo cual algunos de estos escritores, Ray Loriga entre ellos, han buscado en la expresión directa, sencilla y fragmentada una desnudez retórica que permita resaltar mejor en sus textos las prisas y el frenesí de estos tiempos. Por el momento no han logrado obras valiosas. Pues los atropellos de una sociedad materialista y alienada que, invadiéndolo todo, embauca las apetencias de una juventud desorientada no tienen por qué limitarse, en su expresión artística, a una pobreza retórica que merma la calidad literaria de estos libros. Pero algo se ha mejorado y, con el tiempo, de algunos de estos autores cabe esperar aportaciones significativas que trasladen su visión del mundo entre dos milenios a unas novelas más ricas en sus exigencias estilísticas.La última novela de Ray Loriga, menos fragmentaria que las anteriores pero igualmente acelerada en sus continuos procesos acumulativos por yuxtaposición y recurrencia de las mismas obsesiones, se presenta como una obra de ciencia ficción que adopta la forma de un libro de viajes. Su carácter de ciencia ficción viene dado por su localización temporal en uno de los primeros años del próximo milenio (el 2003), cuando el sida se ha curado y, además, se está extendiendo una droga que destroza la memoria y acaba con el peso de los recuerdos.
Se trata, como se ve, de una ciencia ficción muy cercana al presente en que nos movemos, tanto por la proximidad de la fecha en que transcurren los hechos novelados como por la elevada probabilidad de verificación de algunos progresos anunciados. En este sentido, una vez más, hablando del mañana inmediato, se hace hincapié en los miedos del presente amenazado por signos reveladores de una deshumanización que está a la vuelta de la esquina. Y la estructura narrativa organizada con esquema de libro de viajes potencia la dimensión de la obra como una novela de aprendizaje en la cual el narrador y protagonista va dejando su personal visión de las experiencias vividas en su paso por diferentes lugares que van desde Arizona hasta Berlín y Madrid, pasando por Bangkok, Vietnam y Tokio.
Este anónimo narrador y protagonista, hijo de un ex alcohólico y una mujer que trabajaba en el circo, recorre varios países como agente de una multinacional que vende su producto químico contra la memoria, hasta que él mismo acaba siendo víctima de tamaña amputación neuronal en una humanidad encapsulada por los nuevos fármacos. Los interrogantes que la novela plantea son múltiples y de angustiosa respuesta: ¿Cómo se llena el agujero de la memoria vacía de recuerdos? ¿qué futuro podrá construirse sin pasado? ¿Quién manejará -y para qué- la dirección de una sociedad desmemoriada y a merced de reguladores químicos? Las respuestas quedan en el aire. Pero el lector sabe que tales miedos se han encarnado ya en estos días dominados por las apetencias voraces de un capitalismo desaforado. Tokio ya no nos quiere, pues allí fue el único lugar donde el narrador y protagonista convivió con "ella", destinataria explícita de sus revelaciones, durante "Los días de la experiencia Penfield", (epígrafe del capítulo 5), que marcaron un período de extraña alegría por el amor de ambos rescatado en experimentos de conservación mnemónica a que es sometido en un hospital de Berlín. Pero sólo ha sido un experimento. En consecuencia, el amor ya no parece posible en esta realidad virtual donde reina por doquier una mecánica libertad sexual. Se impone, entonces, el temor a que "El dueño de la química es el dueño del presente" (pág. 232). Y con ello se completa una visión desolada de un inmediato futuro inquietante.