Novela

La ruina del cielo

Luis Mateo Díez

24 octubre, 1999 02:00

Ollero & Ramos, 1999. 539 páginas, 2.850 pesetas

La nueva entrega novelesca de Luis Mateo Díez prolonga las líneas esenciales contenidas en su obra anterior y, a la vez, constituye la desembocadura natural de una serie de motivos temáticos cuya cristalización ha ido marcando los hitos de una evolución coherente que ya puede contemplarse con la suficiente perspectiva.

Digamos antes de nada que el artificio constructivo de La ruina del cielo es el mismo que el aplicado en Expediente del naúfrago (1995), donde el hallazgo en el Archivo municipal de un viejo manuscrito impulsaba a Fermín Bustarga a reconstruir la figura y la personalidad del lejano autor. Esta técnica del "manuscrito encontrado", tan fértil en la literatura, es también el punto de partida de La ruina del cielo. El doctor Ismael Cuende, destinado en Celama -el mítico y áspero territorio descrito ya en El espíritu del páramo (1996)-, encuentra unos papeles redactados por Ovidio Ponce de León, que fue médico en el mismo lugar durante casi treinta años desde 1860 y dejó escritas una especie de memorias de su actividad profesional. Algunas cuartillas dedicadas a las necrópolis de Celama determinan, según confiesa el narrador, "que optara por los muertos y dejará de interesarme por los vivos, a la hora de escribir estas páginas" con "la incompleta memoria necrológica de tantos vecinos que conocí o de los que supe" (pág. 29). No en vano el subtítulo de la novela es "Un obituario", porque, en efecto, esta supuesta crónica es un amplio elenco de seres fallecidos, de personajes variadísimos que comparecen ante el lector unidos por el denominador común de haber muerto, de ser únicamente un débil y huidizo recuerdo; un conjunto de siluetas cuyos comportamientos resultan ya, después de tantos años, enigmáticos y con frecuencia incomprensibles, distanciados incluso por la exótica antroponimia: hombres que se llamaron Ibro, Botasul, Anciolo, Teco, Zagro, Baltanás, Eucidio, o mujeres que atendieron por Olida, Somina, Lipasorma, Breta, Eridia, Orlina. Se amplía también aquí el inventario de topónimos del áspero territorio de Celama, con lugares como Omares, Hontasul, Ogmo, Las Musnias, Branto o El Cedar.

Los sesenta y ocho breves capítulos de la novela ofrecen contenidos diversos. Muchos de ellos son microrrelatos, cuentos o esbozos en torno a una vida, un suceso extraño, una anécdota recordada; otros contienen poemas, traducciones de clásicos grecolatinos -cuyo significado, claro está, no es ajeno al sentido de la obra-, e incluso una versión de la Antígona de Sófocles (cáp. 49) debida al doctor Ismael Cuende. Hay algunos capítulos (11, 29, 45, 58) que son verdaderos "diálogos de los muertos" que evocan desde su intemporalidad la frágil fugacidad de las cosas pasadas. Existen puntos de vista e informaciones diversos e incluso contradictorios que dejan en el aire la explicación de numerosos sucesos misteriosos o insólitos. Y se entreveran unos cuantos capítulos que reproducen monólogos interiores de Ismael Cuende en los que el narrador acusa las huellas que en su espíritu va dejando su inmersión en las páginas y en el mundo del doctor Ponce de Lesco. éste es el auténtico hilo conductor de la novela.

Como sucedía en Expediente del naúfrago, hay una progresiva identificación entre el narrador y el remoto autor del manuscrito. El creciente conocimiento del otro conduce a un descubrimiento de la propia identidad, y convierte las existencias distantes del doctor Ponce de Lesco y de Ismael Cuende en vidas paralelas hundidas en la desolación y la amargura y partícipes del mismo sentimiento formulado por Ponce de Lesco al contemplar Celama como "el espejo no del esplendor del cielo sino de su ruina, del mismo modo que mi vida [...] es ahora no el espejo de todo lo bueno que ambicioné, sino de la desgracia y la ruina de lo que de veras soy, esta perdición que colma mi destino" (pág. 136). De igual modo Ismael Cuende contemplará en sí mismo "esta lenta perdición de mi cuerpo, de mi espíritu..." (pág. 253). Cada vida reproduce de un modo u otro alguna existencia anterior. En Camino de perdición (1955) asomaba ya esta idea: al seguir las huellas de Emilio Curto, cuyo rastro se ha perdido,Sebastián Odollo rehace el camino del viajante desaparecido y, en cierto modo, repite su vida. También ofrecía Camino de perdición una sarta de personajes, anécdotas e historias -algunas desveladas sólo a medias- y apuntaba unos acordes graves que se incrementaron en El paraíso de los mortales (1998) para alcanzar su culminación en este desfile de muertos reconstruido gracias a las informaciones de un fedatario que siguió voluntariamente el mismo camino. La evolución de Luis Mateo Díez es muy significativa. Aquellos cofrades provinciales que en La fuente de la edad (1986) se lanzaban a un pintoresco viaje en busca del manantial legendario que devolvía la juventud perdida, han dado paso, tras varios "viajes" simbólicos, a los personajes descarnados y solitarios de La ruina del cielo, que han aprendido la verdad incontrovertible de que el único destino cierto del "viaje" del hombre es la muerte. El costumbrismo verista que presidía las primeras novelas de Luis Mateo Díez ha ido transformándose, sin perder sus caracteres externos -espacios precisos, tipos pintorescos, anécdotas ensartadas dentro de la más pura tradición oral-, en una narrativa simbólica que no excluye, sin embargo, una visión crítica del mundo circundante, como sucede en las premoniciones del loco Sino (pág. 358). Manteniendo la fidelidad a sus motivos iniciales, el escritor ha ido ahondando en ellos hasta convertirlos en temas trascendentes. Por eso La ruina del cielo es una novela ejemplar, además de ser una excelente novela.