Novela

El cardo tártaro

12 diciembre, 1999 01:00

Jorge Edwards acaba de terminar El sueño de la historia, una novela histórica que publicará Tusquets a principios de año. Ahora, Edwards, que todavía no tiene el premio Cervantes, se sumerge en Hadjí Murat, de Tolstoi, un relato en el que las tropas rusas mantienen un interminable combate contra Chechenia ¡en 1851! La mejor prueba de que "de vez en cuando nos olvidamos de Tolstoi y siempre terminamos por volver a él". También de que el pasado regresa siempre al punto de partida.

Hay escritores que están cerca de la abstracción, del pensamiento matemático, de los números, y otros que sienten con más fuerza, con más "impureza", por decirlo de algún modo, el pulso de la historia. Borges pertenece sin duda a la primera especie: la de los narradores matemáticos, de símbolos y de síntesis, de números y cábalas. Cada texto suyo es un mecanismo de relojería. Si un texto breve nos hace creer durante más de la mitad de su lectura que el protagonista es leal a su grupo, de mente sencilla, de afectos arraigados, y nos encontramos en las últimas páginas con un simulador y un traidor, el efecto de sorpresa, de revelación final, será de una eficacia impecable. Es un sistema narrativo que puede funcionar en cualquier tiempo y lugar, en los contextos históricos más diferentes. Existen, en cambio, en las antípodas de Borges, los escritores cronistas, memorialistas, historiadores. Un ejemplo enorme en la literatura moderna es el de León Tolstoi. De vez en cuando nos olvidamos de Tolstoi y siempre terminamos por volver a él. Tolstoi tenía una conciencia lúcida, consecuente, del aspecto documental, basado en las fuentes, de su trabajo. Era, por ejemplo, un apasionado de la historia militar y un consumado maestro en la descripción de batallas grandes y pequeñas. Veía en ellas choques de culturas, de tradiciones, de visiones diferentes. Dije "grandes y pequeñas" en forma deliberada. La mejor descripción de un enfrentamiento bélico en gran escala que he leído en mi vida es el relato de la batalla de Borodino en La guerra y la paz. Sólo puedo compararla con algunas de las batallas de Waterloo de la novela francesa del siglo XIX: el coronel Chabert, que logra salir de una fosa llena de cadáveres, en la novela de Balzac, o el Julien Sorel de Stendhal, extraviado en la confusión de la derrota, o las cargas de caballería narradas por Victor Hugo en Los miserables. Pero me quedo, a pesar de todo, con la batalla de Borodino, explicada por Tolstoi como expresión del choque del racionalismo francés y europeo, con Napoleón Bonaparte a la cabeza, contra aquello que se ha llamado "el alma eslava", representada por el general ruso Kutusov y nunca bien entendida por los aliados prusianos y austríacos de la Rusia de aquella época.

Las batallas en escala menor, las escaramuzas, el desgaste de la guerra de guerrillas, son, en curioso contraste con La guerra y la paz, el tema central de una novela de los últimos años del escritor, Hadjí Murat. El texto es de una actualidad asombrosa. Narra un episodio de 1851 y 1852 de la guerra interminable que libraban los ejércitos rusos, ¡ya entonces!, contra Chechenia y el Daguestán. Lo narra con enorme sutileza, con gracia extraordinaria, con una diversidad de niveles y puntos de vista manejada en forma maestra. Vemos, por ejemplo, al zar Nicolás I en su intimidad, en su vanidad infantil, en su esencial tontería, causante de graves daños a su propio país, y a la vez asistimos a las últimas horas de vida de un soldado medio payaso y borrachín pero más humano y más simpático, en el fondo, que el Zar de todas las Rusias. La novela, a pesar de su relativa brevedad, es un gran mosaico, un sistema polifónico. Nos lleva a entender que los rusos se equivocaban entonces con respecto a Chechenia de un modo radical y a sospechar que ahora, un siglo y medio más tarde, probablemente también se equivocan y en una forma bastante parecida. Ningún trabajo académico, ningún curso dictado por especialistas, podría suplantar este tipo de conocimiento.

León Tolstoi hizo su servicio militar en el Cáucaso, en las cercanías del río Terek, el mismo de las batallas de estos días, desde comienzos del año 1851. Conoció a los personajes y los episodios muy de cerca y a todos los niveles, ya que su condición de joven militar y miembro de la nobleza le permitía llegar a todos lados. Ya había comenzado a escribir y llevaba en el Cáucaso un diario de escritor. No cabe ninguna duda de que observó los hechos con la mirada particular, entre marginal y comprometida, de la persona que se propone alguna vez escribirlos. Alrededor de cincuenta años más tarde los recordó y los transformó en materia novelesca con una capacidad de síntesis suprema, que quizás sólo se consigue por medio de la combinación del talento y de la distancia en el tiempo. Tolstoi se encontraba en Chechenia en los días de la rendición del guerrero legendario Hadjí Murat, lugarteniente de Shamil, el entonces jefe de los chechenos. El joven soldado y novelista en ciernes trabó amistad con Sado, el personaje de las primeras páginas de la novela que hospeda en su casa al guerrillero antes de que éste se pase a los rusos. Tolstoi necesitó nada menos que medio siglo para convertir en ficción este pedazo de historia vivida, con seres de la realidad llevados a la categoría de personajes de ficción. De las anotaciones de su diario se desprende que retrató a los personajes principlales, todos tomados "del natural", y que inventó a la mayoría de os personajes menores. En El canon occidental, Harold Bloom sostiene que Hadjí Murat es "el mejor relato del mundo". Lo dice en atención a la diferencia de planos, a la manera maestra de ensamblar la historia con la ficción, a la calidad humana extraordinaria de todos los personajes. La novela es un triunfo de la polifonía en pocas páginas. No sé, por mi parte, si estoy de acuerdo con el juicio de Bloom, pero comprendo bien sus razones para sostenerlo.

La novela tiene un curioso preámbulo, algo así como una portada o una advertencia poética. El narrador regresó a su casa en un día de pleno verano y en una caminata a campo traviesa. Por el camino recogió flores variadas e hizo un gran ramo de todos los colores. Estaba en esta actividad distraída, inocente, cuando se topó con un magnífico cardo en flor de la especie que en Rusia conocen como "cardo tártaro". De inmediato quiso arrancarlo y agregarlo a su ramo, pero el cardo se defendió con una fuerza imprevista. Cuando por fin consiguió sacarlo de la tierra, tenía las manos heridas; la flor, que antes había sido tan bella, se había puesto mustia. ¡Qué energía!, pensó el narrador ¡Qué cara ha vendido su vida! Y el episodio del cardo evocó en su memoria la lejana historia de Hadjí Murat y de la guerra contra los montañeses de Chechenia que había conocido en sus años juveniles. El cardo tártaro era Hadjí Murat. Y era la misma Chechenia, con su aspereza, con su capacidad de resistencia.
Lo más sorprendente de todo es que las imágenes de marchas por desfiladeros montañosos y cubiertos de nieve que ha mostrado la televisión en estos días son casi idénticas a las que se desprenden de las páginas tolstoianas. Con la diferencia de que los medios actuales son mil veces más destructores. Leer a Tolstoi de nuevo, una de las grandes lecturas de mis años juveniles, me ha llevado a poner atención en las noticias de Chechenia, lo cual no es un efecto desdeñable. Todo comienza con la atención, con lo que podríamos llamar una atención simpática, afectiva. En una discusión reciente en Moscú, los personajes oficiales se complacieron en comparar la intervención rusa en el Cáucaso con al de la OTAN en Serbia. En ambos casos, según ellos, se lucharía contra el terrorismo, en favor de asegurar la estabilidad política en las fronteras y de restablecer el respeto de los derechos humanos. Se trata, sin duda, de una comparación demasiado interesada. La intervención de Rusia en Chechenia en estos días y semanas se parece más a la de la Serbia de Milosevic en Kosovo y sus alrededores que a la de la OTAN. La pregunta que uno se plantea en una secuencia lógica es la siguiente: ¿podrá el mundo occidental reprimir la acción de los rusos contra los montañeses de Chechenia con el mismo rigor con que ha reprimido a los serbios? Y si no lo puede hacer, ¿asistimos de hecho, a pesar de las buenas intenciones generales, a la formación de un sistema moral doble, en el que se aplicarán principios rigurosos de ética y de justicia internacional, pero sólo a los países pequeños?

¡Endiablada pregunta! Prefiero, por ahora, volver al tema del cardo tártaro. Hadjí Murat terminó por separarse de las tropas que invadían su tierra, en una rápida toma de conciencia, y fue derrotado y muerto por un grupo de milicianos rusos y de soldados cosacos. Al morir, el héroe cayó de bruces, "lo mismo", escribe Tolstoi, "que un cardo tronchado..." La imagen del preámbulo le sirve al novelista para cerrar su relato. Los vencedores se reunieron después junto a los cadáveres del guerrillero y de sus hombres "como cazadores en torno a las piezas cobradas". Y el narrador dice en las últimas dos líneas: "El cardo magullado que ví en medio del campo me trajo a la memoria esta muerte". Es una memoria, para decir lo menos, de conmovedora fraternidad, por encima de las fronteras y de las culturas; de admiración y hasta fascinación frente al enemigo.

No sabemos si habrá un novelista de la guerra de hoy. No parece probable que lo haya. Y tenemos la impresión de que el hermoso cardo tártaro será, ahora, con los medios actuales, arrancado de raíz y pulverizado. Tolstoi escribía su Hadjí Murat en su etapa final de escritor pacifista y espiritualista. Trató de combinar en esta novela, como lo confesó en su diario, la sutileza formal de sus obras de juventud con las intenciones morales de sus textos tardíos. Quizá lo consiguió o estuvo muy cerca de conseguirlo. Pero la conclusión nuestra es necesariamente pesimista: una novela, aunque sea una obra maestra, es incapaz de ponerle freno al poder ciego. Al de Nicolas I, Zar de todas las Rusias, o al de Boris I, menos absoluto, pero dotado de medios teonológicos mucho más destructores.

Jorge EDWARDS