Novela

Mala Saña

Daniel Múgica

19 marzo, 2000 01:00

Plaza & Janés. Barcelona, 2000. 159 páginas, 2.100 pesetas

Todo el relato tiene un aire terminal y respira una amargura y un pesimismo tan radicales que se convierte en un alegato contra la naturaleza humana

La obra narrativa de Daniel Múgica tiene un planteamiento bastante unitario. Se interesa por aspectos de una sociedad degradada desde la perspectiva de un enfoque muy crítico, a medio camino de lo social y lo existencial. Este realismo de fondo lo presenta mediante procedimientos más alegóricos que testimoniales y con una lengua que busca una peculiar creatividad antes que una función instrumental. Anclado Múgica en este conjunto de rasgos, a partir de ellos construye también Mala Saña.

El título de la novela se refiere a una actitud personal que lleva al ejercicio metódico e impasible de la venganza. Esa determinación abarca al conjunto de personajes que pueblan una ciudad llamada Pangea. Dos estratos cronológicos se alternan. Uno, evocado, recuerda un tiempo anterior en que ejercía el mando autoritario el padre de una de las protagonistas. El otro tiempo arranca con la dictadura de un tal Belbal que sometió a la gente a toda clase de vejaciones en una "torre negra" llamada Oswiecim, una tenebrosa cárcel de connotaciones nazis. Esta época presente está llena de violencias y asesinatos, y bajo la mirada distante del dictador Belbal se desarrolla el enfrentamiento entre dos grupos de gente que se convierten en los antagonistas de la narración. Se trata de dos pandillas, especie de mafias formadas por tribus urbanas, enfrentadas a muerte por el control de Pangea. Esta trama, dispuesta un tanto a la manera de un relato de intriga, se llena de síntomas de una universal degeneración: sida, droga, alcohol, sexo, vejaciones...

Múgica recrea esa situación colectiva con una imaginería exacerbada y unos trazos de filiación expresionista, cuya raíz está, creo, más que en la literatura o las artes plásticas, en esa clase de cine que utiliza ambientes deformados y construye parábolas apocalípticas. Todo el relato tiene un aire terminal y respira una amargura y un pesimismo tan radicales que se convierte en un alegato contra la naturaleza humana, o al menos contra el estado a que ha venido a parar en un momento histórico de perfil futurista. Al fondo laten algunos impulsos nobles pero sucumben en la experiencia cotidiana dominada por lo soez, agresivo y miserable.

Esta voluntad crítica y ese ejercicio de reflexión acerca de un mundo encanallado son las cualidades morales positivas de un tipo de literatura llena de coraje como ésta, pero no cuajan en una construcción artística satisfactoria. Pangea carece de entidad suficiente para que sea algo más que un emblema abstracto. Posee un perfil espectral acorde con el modo de vida que se desarrolla en ella, pero no acaba de presentarse como un lugar creíble, verosímil dentro de las reglas de la imaginación. Sus habitantes parecen marionetas movidas por intereses ajenos a sus preocupaciones. Y la trama resulta, más que oscura, azarosa y algo arbitraria. Esa ideación precaria trata de compensarla el autor con pinceladas pseudopoéticas que apenas consisten en otra cosa que en apuntes acerca de la naturaleza, como quien quiere añadir con ello una patina ennoblecedora. Pero no deja de ser un lirismo gratuito, o al menos pegadizo. Algo parecido ocurre con el tratamiento del idioma que tiende a un énfasis perjudicial.

Hay un doble problema conexo en la lengua que utiliza Múgica: carece de propiedad y de lógica. Los términos se emplean con significación inexacta o errónea. Además, muchas oraciones no responden a un contenido semántico coherente. Otras veces, bastantes, hace comparaciones caprichosas como si en ello se basara la sorpresa y mérito del juego metafórico buscado. En fin, gusta escribir de una manera pretenciosa y confusa.

Mala saña sigue sugiriendo que en su autor existe un novelista en potencia pero reincide en las graves limitaciones que lastran toda su trayectoria. Y como ese recorrido no es corto, y Múgica se empecina en carencias obvias, llegado este momento hay motivos más que sobrados para desconfiar definitivamente de su porvenir.