Los mejores tiempos
Marta Sanz
31 enero, 2001 01:00Como novela, tiene pasajes aprovechables y hasta excelentes, aunque le falte poda; como discurso, los tropiezos idiomáticos anulan cualquier conato de satisfacción
Esta tercera novela de Marta Sanz (Madrid, 1967) cuenta una historia de enunciación muy simple: Mario, un hombre de treinta y cinco años que siente cómo su matrimonio ha empezado a resquebrajarse, pasa revista a su vida, especialmente a su infancia y su adolescencia, marcadas por la relación con unos padres de pasado izquierdista -aunque los datos acerca de su conducta los sitúan más bien en un entorno hippy, que es otra cosa- cuyo comportamiento provoca en el hijo un rechazo que sólo con los años irá convirtiéndose en acercamiento afectivo. La historia alterna escenas de un presente muy escuetamente esbozado, reducido a la poco estimulante convivencia de Mario y Ana, con evocaciones de la vida juvenil, todo ello puesto en boca de Mario. La creación de un punto de vista masculino le ha producido a la autora algunos desajustes. Así, es impensable que un hombre de las carac- terísticas de Mario describa con tanto detalle el largo proceso de operaciones de maquillaje que lleva a cabo Eme ante el espejo (pág. 108), e incluso que conozca con tanta precisión el vocabulario apropiado. En casos como éste, la mirada de la autora se ha superpuesto a la del narrador hasta desplazarla. En otros, es la perspectiva adulta la que usurpa la del niño, como en la reproducción de los deseos y los sentimientos infantiles de la página 14, que difícilmente podrían atribuirse a un muchacho. Marta Sanz tiene facilidad para escribir, pero le falta contención. El niño Mario está concentrado en sus deberes y Eme "se coloca detrás y me pone las manos sobre los hombros mientras inspecciona la flor que dibujo en mi cuaderno" (pág. 93). ¿Cómo sabe el niño hacia dónde se dirige la mirada de Eme si está a sus espaldas? En otro lugar se lee: "Comienzo a escribir en la primera línea superior, de izquierda a derecha" (pág. 84), información superflua cuya inutilidad se acrecienta cuando, pocas líneas después, el narrador afirma que la maestra revisa lo escrito por el niño y lo hace "de arriba a [sic] abajo, de izquierda a derecha". ¿Acaso era esperable en una escuela occidental otro modo de leer o escribir?Hay otros aspectos en que la fragilidad lingöística del texto se hace notar. En una autopista española, el conductor sospecha que la pareja de la Guardia Civil de tráfico puede estar "apostada al lado del pilar de un puente levadizo" (pág. 96).¿No hay aquí una confusión entre "levadizo" y "elevado"? No menos rechazables son usos como "infringí sufrimiento a los demás" (pág. 37) o "infringirme algún daño" (pág. 73), "capidisminuido" (pág. 423) o "calcamonía" (pág. 45). Y nunca se habla de "culpar", por ejemplo, sino de "culpabilizar" (págs. 18, 73, 128, etc.), con innecesario estiramiento léxico que responde a la más vacua retórica de muchos medios de comunicación. En el inventario de giros anglómanos figura también el uso reiterado de "ignorar" por "no hacer caso" (págs. 15, 59, etc.) y frases como "el precio de las cosas nunca ha sido mi problema" (pág. 65) por "nunca ha sido asunto mío", que es como se diría en español de verdad. Hay observaciones que tal vez no sería oportuno hacer a propósito de otros discursos, como las gacetillas periodísticas, la conversación improvisada o el doblaje de un infame telefilme, pero que son absolutamente indispensables cuando se trata de una obra literaria, de una construcción artística que tiene en el lenguaje su instrumento esencial. No parece excesivo que el escritor revise con lupa cada palabra que emplea, puesto que su oficio consiste en poner en pie un edificio verbal. Caben las preferencias personales, incluso los caprichos, pero no es admisible la embestida contra la norma. Como novela, Los mejores tiempos tiene pasajes aprovechables y hasta excelentes, aunque le falte poda; como discurso, los tropiezos idiomáticos anulan cualquier conato de satisfacción.