Algunos lectores de Lorenzo Silva podrán sentirse desconcertados al enfrentarse a esta narración amarga, descarnada y violenta sobre algunos episodios de la guerra española en áfrica
Algunos lectores de Lorenzo Silva (Madrid, 1966) podrán sentirse acaso desconcertados ante esta nueva novela. Quienes recuerden sus títulos de mayor éxito, donde se incluyen novelas de intriga, relatos juveniles o humorísticas sátiras como La flaqueza del bolchevique, creerán estar ante un autor diferente cuando se enfrenten a esta narración amarga, descarnada y violenta sobre algunos episodios de la guerra española en áfrica. El negro capítulo de nuestra historia contemporánea que forman las dilatadas campañas africanas cuenta ya con notables versiones literarias. Prescindiendo del decimonónico Diario de un testigo, de Alarcón, es inevitable recordar, entre diversas obras de menor cuantía, las Notas marruecas de un soldado, de Ernesto Giménez Caballero; Imán, de Ramón J. Sender; El blocao, de José Díaz Fernández; la segunda parte (La ruta) de La forja de un rebelde, la trilogía de Arturo Barea; y también, aunque se olvide con frecuencia, la excelente Historia del cautivo de Juan Antonio Gaya Nuño. No era fácil enfrentarse a una historia de esta naturaleza, y no sólo por la existencia de enjundiosos precedentes, sino porque todas estas obras fueron escritas por autores cercanos a los hechos, e incluso partícipes en ellos, mientras que Silva ha debido reconstruir la materia narrativa basándose en documentación escrita y en narraciones orales de experiencias ajenas, como él mismo advierte en una nota introductoria. Hay que decir que, por lo que respecta a su calidad estética, la novela de Lorenzo Silva no es en absoluto inferior a algunas de aquellas obras que la precedieron y que hoy figuran con todo derecho en la historia literaria. En primer lugar, porque nos encontramos ante un buen narrador, con muy variadas aptitudes para abordar asuntos diversos, que sabe dosificar muy bien el ritmo de la novela e impedir que la atención del lector se relaje. En segundo, porque El nombre de los nuestros, que se beneficia de estas virtudes en la descripción y el relato de escenarios y sucesos bélicos, no es primordialmente una novela sobre la guerra de Marruecos, sino sobre la irracionalidad y la crueldad de la guerra, y también sobre la injusticia de una sociedad capaz de enviar a la muerte a muchos seres humanos para aprovechamiento y lucro de unos pocos. Es en este aspecto, en la contemplación de esos combatientes sitiados, míseros, cercados por el hambre, las enfermedades y el fuego devastador del enemigo, donde se encuentran los logros más notables de El nombre de los nuestros. Son significativas las reflexiones de Veiga, incapaz de comprender una guerra emprendida para "domeñar a aquellas míseras gentes", sólo para conquistar al fin "una franja montañosa de la que nada podía sacarse", aunque gracias a todo ello "algunos habían aprovechado para llevarse ascensos y medallas" (pág. 280).
La novela se organiza mediante la sucesión de capítulos en los que alterna el relato de los terribles asedios sufridos por los soldados españoles en distintas posiciones avanzadas del ejército (Sidi Dris, Afrau, Talilit), sirviendo a intereses que no son los suyos, sometidos al hostigamiento continuo de las tropas enemigas y progresivamente debilitados y mermados hasta la extenuación. Con el empeño puesto en rehuir tópicos fáciles divulgados por relatos bélicos de toda índole, Silva ha logrado esbozar un buen conjunto de tipos novelescos adecuadamente individualizados. Por encima de todos, el sargento Molina, individuo elemental y, al mismo tiempo, complejo, gracias a la sutileza de su tratamiento literario. Y el lector recordará a otros no menos singularizados: Amador, el cabo González, el catalán Andreu, el soldado marroquí Haddú. El narrador, que a menudo trata de adoptar la fría impasibilidad de un cronista, no ahorra crudezas, porque, en una guerra plagada de encono y crueldad, el ser humano es capaz de comportarse como el animal más sanguinario. Sin embargo, y en medio de este desolador panorama, asoman también de vez en cuando instintos más nobles, como la compasión, la solidaridad o el valor desinteresado -véase el caso del artillero en la página 185-, que pueden coexistir con la ferocidad más extremada. El epílogo, con el Rey y los generales recorriendo la reconquistada bahía donde tantos soldados murieron sin saber por qué, no puede ser más significativo. La visión del hombre como un pelele insignificante sometido siempre a fuerzas superiores y distantes es aquí más nítida que en otras novelas del autor, porque ha encontrado un material narrativo adecuado a sus propósitos.
Novela más que notable, El nombre de los nuestros ostenta, además, la limpieza de escritura habitual en el autor, aunque en algún pasaje se adviertan construcciones mejorables. En sólo ocho líneas (págs. 47-48) se lee: "Había sido su profesor de árabe y dialecto. Esto, unido al trato que el coronel le había dado siempre, había servido para ganarse su amistad [...] El coronel había intentado convencerle [...] Pero el moro, aunque había recibido amablemente a su antiguo jefe [...] había rehusado todas las ofertas. Tampoco habían sido muy generosas..." Y tal vez es un despiste escribir que el fuego "era tan intenso como nunca" (pág. 223).