Image: Bueyes y rosas dormían

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Novela

Bueyes y rosas dormían

Cristina Sánchez Andrade

9 mayo, 2001 02:00

Siruela. Madrid, 2001. 327 páginas, 1.900 pesetas

Llama la atención en Bueyes y rosas dormían el propósito de Cristina Sánchez-Andrade de salirse de lo trillado, en el cual hay que anotar logros muy estimables, aunque ensombrecidos por serios reparos. Y es que la modalidad elegida, una mezcla de fantasía y lirismo, requiere ponderar muy bien las dosis de creatividad imaginativa y verbal.

La novela tiene un arranque brillante y plástico: un "porteador de novias" se encarga de trasladar a la protagonista a la ceremonia de su boda. Aquel buen y enigmático mozo, venido de los mares como en las fábulas bizantinas, deja un poso de melancolía en la mujer que se convierte en la línea anecdótica más relevante del libro. En medio, otros episodios singulares y datos sorprendentes lo van llenando: una ballena varada en una playa; gatos que nacen ciegos y entierran la cabeza en el suelo; un convento de Monjitas Exangöes... Estos tipos y situaciones se emplazan en un escenario impreciso (un lugar de connotaciones galaicas denominado Pueblo) y en una edad como ucrónica a pesar de la presencia de un teleférico.

Este puñado de noticias valen para hacerse idea de la mezcla de pura invención y tradiciones legendarias que nutre la novela. A pesar de esa línea argumental, el relato se construye mediante la suma de episodios casi sueltos, relatos independientes, de breve o mínima extensión. Este fragmentarismo se une a un estilo que hasta en lo gráfico recuerda la poesía: las líneas del texto se rompen o cortan, como ocurre con la disposición tipográfica habitual de los poemas. Además, se potencian las figuras retóricas, en particular duplicaciones y anáforas. De modo que tenemos un tipo de relato antirrealista de enunciación poemática.

No faltan aciertos en imágenes, y en la sensorialidad acentuada, unida a un despliegue de notaciones cromáticas. La carga de simbolismo de algunos elementos o la imaginería de origen onírico apoyan o refuerzan bien ese diseño literario. Pero también ocurre que el contenido a veces no distingue la anécdota original de la simple ocurrencia o la pura falta de sentido. Se tiende además a esa falsa creencia de que el lirismo consiste en retorcer el idioma o añadirle supuestos embellecimientos para apartarlo de la comunicación directa. Creo que Sánchez-Andrade paga un caro precio por su tendencia a literaturizar la expresión y los contenidos. Y abusando de ello produce mortecinos efectos de ralentización.

No todo se va en estos fuegos, porque la novela posee un fondo que plantea cuestiones existenciales. En realidad, una dinámica entre el bien y el mal domina las anécdotas: junto a un mundo bastante puro, afloran con fuerza la violencia y la muerte. Y además un núcleo de ideas (sobre la felicidad, la muerte, la memoria) sirve de soporte a tan fecunda inventiva. En conjunto, los aciertos (que, en todo caso, se deben a excesos) vencen a las limitaciones. La autora tiene en su peculiar modo de narrar una veta segura, aunque habrá de desprenderse de la ganga que rodea una atractiva intuición literaria. Y merece un crédito amplio. Por eso y, sobre todo, por su fortuna al crear una atmósfera donde caben con propiedad tan peregrinas invenciones.