Novela

La granja

John Grisham

9 mayo, 2001 02:00

Traducción de Mª Antonia Menini. Ediciones B. Barcelona, 2001. 461 páginas, 3.500 pesetas

Hace unos años, Harold Bloom nos recordaba la imposibilidad de repetir el verso de Mallarmé: "La carne es triste, ay, y ya he leído todos los libros". Nuestra condición de seres mortales y finitos se ha acentuado ante la avalancha de títulos que inunda el mercado editorial. La tarea del crítico consiste en indicar al lector cuáles son las obras necesarias, las que merecen nuestro tiempo y pueden aportarnos algo. Esto implica la responsabilidad de establecer un criterio, pero la idea de un canon siempre desemboca en antinomias irresolubles. El gusto no es un concepto, sino un sentimiento, es decir, una vivencia íntima y relativa. Durante la pasada década, Grisham fue el autor más vendido en todo el mundo. Sus ganancias superaron los veinte millones de dólares. Los que todavía creen en la alta cultura y el arte de minorías, sólo pueden oponer argumentos teóricos que carecen de la fuerza de estas cifras.

La granja es una obra ambiciosa. La trama esta vez no discurre entre abogados, conspiraciones y oscuras intrigas políticas. Parcialmente autobiográfica, la novela transcurre en Arkansas y relata las peripecias de los Chandler, una familia de granjeros que vive de la recolección del algodón. Los problemas de convivencia que surgen entre sus jornaleros, las lluvias que amenazan la cosecha y el fanatismo baptista en que vive la pequeña comunidad de Black Oak, son retratados por Luke, el más pequeño de los Chandler, un niño de siete años bajo cuya mirada no es difícil percibir una evocación nostálgica de la infancia del autor. Las tensiones entre los temporeros desembocan en el crimen, la intolerancia religiosa no impide las pasiones clandestinas y el clima no escatima su crueldad, frustrando las expectativas de los agricultores. Grisham no renuncia al suspense, pero en este caso el eje de la narración descansa sobre un tono intimista y cierto lirismo que pretende recrear el mundo interior de Luke. Cuando al final del relato emprenda su viaje hacia el norte, ya no es el mismo: la televisión ha desplazado a la radio, sus ojos han contemplado el cuerpo desnudo de una mujer y ha sido testigo de dos asesinatos. El planteamiento es impecable, pero Grishman no es Capote ni Faulkner y su retrato de la América profunda no resulta convincente. Su prosa es mediocre y sus personajes esquemáticos. Imagino que estas objeciones no afectarán al índice de ventas, pero en mi caso sí se ha cumplido la advertencia de Auden, según la cual reseñar malos libros no es bueno para el carácter.