La idea de emular al Creador ha acompañado al hombre desde que la conciencia reveló la precariedad de la existencia. La creación de un homúnculo no es un desafío a Dios, sino a la muerte. Paracelso acarició este sueño, Meyrink lo transformó en una novela y Mary Shelley vislumbró que cuando el ser humano se erige en demiurgo, sólo engendra pesadillas. Mulisch recrea el tema mezclando géneros, parodiando estilos e intercalando reflexiones sobre la creación literaria, el poder de la ciencia y las relaciones humanas. Victor Werker es un químico que fabrica un ser vivo recombinando partículas de cristal. El aliento fáustico de sus investigaciones contrasta con la miseria de su vida privada. Mulisch presupone un lector inteligente, convirtiendo los dos primeros capítulos en un ejercicio de teoría literaria, salpicado de especulaciones científicas, filológicas y exégesis bíblica; una telaraña que reúne elementos heteróclitos para confirmar la vieja tesis de la Cábala: la palabra es la matriz de la vida. "Las cosas -escribe- no se revelan hasta que se vierten por escrito". La literatura es, en esencia, "teología": el narrador es una fuerza omnisciente, hasta el azar nace de su voluntad. Sin embargo, la historia tiene vida propia, "se narra a sí misma". Se habla de la muerte de Dios, pero no de la muerte del narrador que, "no existe, aunque, claro está, al mismo tiempo sí existe", porque está narrando la historia.
Escribir es cifrar y descifrar. Ahí reside el valor de la literatura y Mulisch, que se inscribe en la tradición de los grandes escritores centroeuropeos (Kafka, Canetti, Musil), convierte El procedimiento en un brillante ejercicio intelectual, donde la novela recupera su capacidad de expresar una visión del mundo.