Image: El mismo mar

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Novela

El mismo mar

Amos Oz

19 junio, 2002 02:00

Amos Oz. Foto: Carlos Miralles

Trad. Raquel García. Siruela, 2002. 280 páginas, 5’50 euros

Los grandes relatos en verso parecían algo del pasado, pero Amos Oz ha recuperado esta forma para narrar en El mismo mar la historia de unos personajes, cuyas emociones se sobreponen al fragor de un conflicto que proyecta una imagen incompleta de la sociedad israelí.

En Bat, suburbio de Tel Aviv, hay algo más que ira o desconfianza hacia el vecino árabe. Albert Danon, asesor fiscal, sufre dos ausencias: la de su mujer, Nadia, que acaba de morir de cáncer, y la de su hijo Rico, que deambula por el Nepal, simultaneando la escalada y los juegos eróticos con una vieja prostituta portuguesa. La pérdida de los seres queri- dos no impide que experimente la urgencia del deseo, cuando aloje en su casa a Dita, la novia de su hijo.

La proximidad de un cuerpo que aún no conoce las sevicias de la edad provocará que Albert se odie por haber rebasado los 60 años.Dita es la amante inalcanza- ble, pero también la amiga, la hija, la esposa. Su relación con Bettine, una viuda de su edad, o sus visitas a un vidente capaz de invocar a los muertos, no lograrán mitigar la intensidad de sus sentimientos hacia Dita.

El relato no se abastece tan sólo de personajes que ocupan el mismo espacio imaginario. La esposa muerta entra y sale de la historia, reconstruyendo su agonía o evocando sus frustraciones más tempranas. La política gotea como un viejo grifo sin arreglo y lo cotidiano convive con los mitos del Nepal o del Antiguo Testamento. El amor de Albert Danon hacia Dita tiene resonancias bíblicas. En cierto sentido, constituye un incesto, cuya consumación se escamotea al lector. Amos Oz (Jerusalén, 1939) cultiva la ambigöedad y estiliza la narración, infringiendo los cánones realistas, que exigen una acotación precisa de lo ficticio. Este procedimiento posibilitará que se introduzca a sí mismo como personaje de la trama. Las alusiones al suicidio de su madre o a su carrera literaria le permitirán reunir a todos sus personajes en su jardín de Arad o conversar con ellos para intercambiar opiniones sobre la marcha del relato.

Amos Oz ha justificado su recurso a la poesía, evocando la tradición trovadoresca, pero sus poemas no recuerdan tanto los cancioneros medievales como a Cavafis, aunque no hay rastros de homosexualidad o decadentismo. Sí hay, en cambio, ese deseo de acercar la poesía al lenguaje cotidiano, esa "música de la conversación" que descubrieron los líricos ingleses del XIX y que, en nuestras letras, alcanzó su máxima tensión con Cernuda. Se trata, evidentemente, de mundos distintos, pero hay una raíz común: la voluntad de alejar la poesía de la retórica para acercarla a la experiencia.

En ese sentido, los poemas de Amos Oz son un excelente ejemplo de integración de lírica y relato, sensibilidad y testimonio. A ello hay que sumar una aguda reflexión sobre el arte de narrar. La intervención de Oz como uno de los elementos de la trama permite enunciar los principios de una poética constituida por "un veinte por ciento de sarcasmo, un veinte por ciento de dolor y un sesenta de rigor clínico".

Los diferentes hilos de la narración no se anudan en un final integrador. Esto no implica dispersión, pues todas las voces se conjuntan hasta componer un madrigal que, sin falsos optimismos, manifiesta una ilimitada gratitud hacia la existencia. Oz entiende que tenemos una deuda con la vida. La obligación del escritor es "dejar a cambio unas líneas dignas de ese nombre". Es evidente que su deuda ya está saldada.