Image: El vendedor de cuentos

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Novela

El vendedor de cuentos

Jostein Gaarder

31 octubre, 2002 01:00

Jostein Gaarder. Foto: Mercedes Rodríguez

Trad. de K. Baggethun y A. Lorenzo. Siruela, 2002. 211 págnas, 16’50 euros

Gaarder conoció el éxito gracias a sus dotes como divulgador. Esta vez ha optado por la fábula moral, insertando una trama policíaca en los sótanos de la creación literaria. La literatura como espejo del mundo no es una idea nueva, pero en este caso la feria de vanidades no acontece en cafés o salones decimonónicos, sino en esa sociedad digital donde ya no hay manuscritos, sino archivos adjuntos que atraviesan las redes telemáticas a velocidades vertiginosas.

Peter es un inventor de historias. Escribir es una forma de escamotear la obligación de asumir una personalidad adulta. Promiscuo y banal, no tiene otra inquietud que vivir cómodamente y pasar desapercibido. Es como uno de esos niños sin alma que protagonizan una de sus ficciones. Ese modo de transitar por el mundo revelará sus insuficiencias, cuando los autores que le han utilizado para construir su prestigio, comiencen a fantasear con la idea de matar al único testigo de su impostura. La intervención de un incesto introducirá ese fatalismo que sólo puede atribuirse a un destino independiente de la voluntad humana. Gaarder recurre a la pirueta metafísica para cerrar el relato, insinuando una secreta analogía entre el ajedrez y las acciones humanas.

Concebida como un divertimento, El vendedor de cuentos combina la narración lineal con el paralelismo y la alegoría. Los relatos insertados en la trama no son ajenos a la historia. La presencia de un hombre de un metro de estatura y con un bastón de bambú subraya la proximidad entre realidad y ficción, apuntando la necesidad de lo imaginario como forma de introspección. El deseo de fama muestra el vacío de esa postmodernidad que confunde la excelencia con su reflejo virtual. Gaarder teoriza sobre la creación literaria, acusando al mercado editorial de abrir las esclusas de una marea de libros innecesarios. Su condena de la vanidad no le impide advertir que el esfuerzo por trascender la propia finitud puede acabar justificando el engaño y el crimen. La reivindicación de virtudes clásicas, como la dignidad y el respeto por uno mismo, están atemperadas por el humor y el ingenio. Especialmente inspirada es la tipología de los escritores, clasificados por su desmesura o brevedad, o las alusiones al cine de Chaplin. La peripecia de Peter no está exenta de moraleja: la escritura nunca puede preceder a la vida. Los que olvidan este dato se transforman en esos niños sin alma, incapaces de engendrar nada bello.