El animal moribundo
Philip Roth
9 enero, 2003 01:00Philip Roth
"No importa cuánto sepas, no importa cuánto pienses, no importa cuánto maquines, finjas y planees, no estás por encima del sexo. Es un juego muy arriesgado. Uno no tendría dos tercios de los problemas que tiene si no corriera el albur de la jodienda. El sexo es lo que desordena nuestras vidas normalmente ordenadas".Sí, parece una frase propia del "obseso" adolescente Portnoy, pero lo es del septuagenario David Kepesh, el reputado profesor y crítico de arte protagonista de El animal moribundo, viejo conocido para quienes seguimos la trayectoria literaria de Roth, ya que apareció por primera vez en The Breast, y volvió a sorprendernos en Profesor of Desire. Ahora, presagiando el final de sus amoríos, rememora una aventura con una de sus alumnas, ocho años antes. Aunque a fuerza de ser precisos se trata de una ex alumna, no cayó en el olvido lo acontecido a Coleman Silk en La mancha humana.
Pero regresemos a El animal moribundo, título tomado de Yeats. Entonces Keplesh tenía 62 años y ella, Consuelo Castillo, 24. La "historia" duró tan sólo un año y medio, que vivió con la misma intensidad que miedo preocupado ante la perspectiva de enfrentarse a su última aventura amorosa. La narración de aquellos acontecimientos, más introspectiva que dialogal, sirve para que Kepesh repase lo que ha sido su vida: sus padres, su matrimonio roto, mil y una aventuras con alumnas, y para enfrentarse a la muerte.
En esta novela David Keplesh logra atraparnos desde las primeras páginas con la misma intensidad que Nathan Zuckerman, personaje paradigmático de Roth, pero no tanto por el contenido sino por la forma de narrarlo. Desde luego que Roth es el gran maestro de la ironía y este animal moribundo es buena muestra de ello. Acciones éticamente deplorables, como las triquiñuelas de que Kepesh se sirve para encandilar a sus ingenuas alumnas, resultan cómicas tal y como las adorna su protagonista. Son muchos los pasajes que nos evocan El lamento de Portnoy, por su incisivo tratamiento de los temas sexuales o por las gráficas descripciones de situaciones sexualmente embarazosas (pág. 85); sin embargo resulta meridianamente claro que Roth es ahora un autor mucho más maduro. Lo que se está sustanciando es la continua lucha entre el ansia de libertad y las ataduras impuestas por las convenciones sociales. La gran diferencia entre Portnoy y Keplesh es que éste no puede desprenderse de un latente sufrimiento y su sentimiento de culpa es mucho más real y trágico. En ocasiones incluso resulta patético, tanto por su incapacidad de controlar sus deseos, como, sobre todo, por su incapacidad de evolucionar, pues Kepesh continúa amarrado a idénticos postulados que aquellos por los que abandonó a su mujer en los 60.
Tras el agudo análisis de la sociedad americana en sus tres novelas anteriores (Pastoral Americana, Me casé con un comunista y La mancha humana), Roth ha retomado la novela de personaje sin perder un ápice de la frescura e intensidad de sus títulos más conocidos. No conozco un autor tan prolífico y que en todas sus obras logre mantener la misma calidad. Tarde o temprano lo premiarán con el Nobel, lo merece.