Teatro

Los cien años de Tío Vania

por Andrés Trapiello

9 enero, 2003 01:00

El público de teatro, como el de la ópera o el de la poesía, suele estar integrado por gentes sumamente entendidas y, hasta cierto punto, sacrificadas, dispuestas incluso a transigir si ello fuese en evitación de que el teatro acabara siendo aún más minoritario. Ha oído uno quejarse a esas gentes de teatro, actores, directores y productores. Aseguran que el principal daño que al teatro se le viene haciendo desde hace cien años proviene de no contar hoy, escritos ahora, con grandes, memorables, irresistibles libretos. Eso ha llevado a pensar a muchos que tal vez le suceda al teatro lo que, en otro orden de cosas, sucediera a la ópera o, lo que, muchos siglos antes, le había sucedido a la poesía épica, como ciclos brillantísimos de la cultura occidental ya cerrados.

Y sin embargo el teatro nace cada año de sus propias cenizas, como este maravilloso y actualísimo Tío Vania de Chejov, gracias a entender que todo lo que de verdad ha sucedido una vez en literatura y en la cultura, sigue sucediendo, por lejana que nos quede su primavera, y del hecho de que no se escriban muchas obras maestras, nos resarce, qué duda cabe, que se sigan reponiendo otras antiguas como Tío Vania. Los personajes de Tío Vania llevan una vida que les hace profundamente infelices, muy alejada de aquella otra para la que acaso estaban destinados. Si en El Gatopardo de Lampedusa se decía que era mucho lo que había de cambiar para que las cosas siguieran igual, en el Tío Vania se afirma que, pese a todo, las cosas seguirán igual que siempre. ¿Cabe mayor y desoladora modernidad? Y sin embargo no se sabe muy bien dónde reside la modernidad de estas páginas, que todos percibimos y que ha hecho de esta obra de teatro un clásico: quizá en esos desarreglos insalvables entre la realidad y el deseo; quizá en las sombrías perspectivas ecológicas y de civilización que se le dibujaban al hombre de 1900 y que en 2003 han venido a confirmarse. Tío Vania es una pequeña, poética y milagrosa pieza de relojería, donde la trama, las ideas y los sentimientos parecen ir encajando con esa facilidad que sólo hallamos en los versos más felices.

Nunca he lamentado tanto no conocer la lengua rusa como cuando realicé mi versión. La docena de versiones que manejé entonces, algunas muy prestigiosas en el ámbito del eslavismo y la mayoría traídas directamente de la lengua original al castellano, al francés, al italiano y al inglés (o así lo aseguraban), me sumieron en dudas formidables, como en cierto pasaje en el que alguien se dispone a almorzar, a merendar o a cenar, según la versión de que se trate, o aquel personaje que según los traductores es un "desgraciado ignorante", un "santón", un "chiflado", un "iluso" o "un vanidoso", o aquella mujer que según quien traduzca ha tenido unos "amoríos", unos "devaneos" o unas "aventuras". Bien. Después de no pocas cavilaciones, llegué a la conclusión de que el único lenguaje inalterable es el de la poesía, en el que está escrito precisamente Tío Vania. Por eso todo de lo que hube de prescindir aquí fue una mínima expresión, convencido de que si Tío Vanía ha durado cien años fue porque muy poco le sobraba y porque, de la poesía, todo nos acaba pareciendo poco. Pueden muchos creer que la obra de Tío Vania es triste y sombría, pero esperanzador es que después de cien años necesitemos de nuevo de ella, de su enseñanza y de su hermosas, limpias y necesarias palabras.