¿Qué haré cuando todo arde?
La unidad de las artes cuestiona la canónica de los géneros literarios. Las novelas de Lobo Antunes pertenecerían a ese territorio donde la escritura actúa como una forma de conocimiento, ignorando cualquier límite o norma.
Las novelas de Lobo Antunes pertenecerían a ese territorio donde la escritura actúa como una forma de conocimiento, ignorando cualquier límite o norma. Su estilo no está exento de sustancia narrativa, pero su impulso no se agota en la anécdota, sino que se prolonga en un análisis minucioso de la naturaleza humana, el lenguaje, los objetos. En esta ocasión, Lobo Antunes explora la intimidad de un travesti evocado por un hijo que contempla su cuerpo sin vida. Un largo monólogo que especula sobre la constitución y disgregación de la identidad. Los recuerdos que acuden a la mente del narrador evidencian que la personalidad es una ficción. Sólo hay estados de conciencia que asociamos a un quimérico e improbable yo. La memoria que reconstruye la vida del difunto -“un payaso con plumas y lentejuelas y peluca”- pone de manifiesto la precariedad de las identidades.
De acuerdo con la cita de Epifanio que precede al relato, no hay un yo fijo y clausurado, sino una constelación de emociones que transitan de unos seres a otros. El muerto y el hijo sólo son dos subjetividades que se confunden entre sí, vaciándose en un diálogo imposible. Ese cauce no afecta tan sólo a lo humano. Lo que somos también se dispersa en las cosas. Los objetos o los animales no están menos arraigados a nuestro yo. Al igual que Lowry o Lispector, Lobo Antunes adopta una disposición de escucha ante un mundo que se dice en el hombre, utilizando el lenguaje para manifestarse. Este punto de vista no está muy alejado del programa de la fenomenología, que sólo pretendía un conocimiento exacto de las cosas, con independencia de su uso.
Lobo Antunes recrea la peripecia de sus personajes, situándolos en la perspectiva de la muerte. Su devenir es un camino imparable hacia la disolución. Los afeites con los que los travestidos intentan modificar un error de la naturaleza apenas pueden ocultar la desolación de unas vidas marcadas por la humillación y el desprecio. Lisboa es algo más que la ciudad donde transcurren los hechos. Transfigurada en espacio mítico, sus calles y plazas hablan por sí mismas. Lobo Antunes sólo les presta una voz despreocupada de la fidelidad al dato objetivo. Es imposible no pensar en Vergílio Ferreira, que asimila el declive del cuerpo a la decadencia de Lisboa.
La literatura de Lobo Antunes no es complaciente con el lector. Admirador de Lezama Lima, su nivel de exigencia se inscribe en esa concepción de lo literario que rechaza el conformismo, buscando incesantemente nuevas formas de expresión. Su manera narrativa, que recuerda la técnica del flujo de conciencia de Joyce, se opone al regreso de la novela decimonónica, que ha sustituido como modelo de referencia a Faulkner por Stendhal o Victor Hugo. Crónica de la derrota y del desmoronamiento existencial, ¿Qué haré cuando todo arde? nos muestra la plenitud de una escritura cada vez más limpia y exacta, sin otra ambición que explorar las posibilidades del lenguaje para hablar sobre la muerte, la memoria y la identidad.