Conjura en la Arcadia
Sealtiel Alatriste
8 enero, 2004 01:00Sealtiel Alatriste. Foto: Luis Torres
Cuando hace un lustro, zapeando entre los libros que abarrotaban la mesa de trabajo, tropecé por vez primera con Sealtiel Alatriste, la escritura de este narrador mexicano me produjo una muy grata impresión. Tuve entonces la certeza de descubrir a uno de esos escritores dotados genéticamente con el instinto del narrador y señores del don de contar historias que subyugan por su materia anecdótica.Si a ello se añade, además, oficio para disponer el argumento y riqueza verbal, como es el caso, no puede darse otro resultado que no sea el de la vigorosa y plástica historia que recrea en Conjura en la Arcadia, quizás incluso un poco excesiva en todos sus componentes, en la abundancia de anécdotas y de palabras, pues si en algo peca Alatriste es por demasía.
Conjura en la Arcadia traza un divertido fresco de México a comienzos del pasado siglo. Tiene una soterrada voluntad testimonial, la de plasmar unas formas de vida colectivas (en especial de sus clases dirigentes, aunque con cierta proyección popular), pero lo hace dando entrada a una inventiva fecunda, en la que juegan un papel principal el despropósito, la hipérbole y el sarcasmo. Hay una perspectiva burlesca sobre aquella sociedad, dura a veces, pero también un punto cálida y tolerante. Esta mezcla de enfoques se materializa muy bien por medio de la evocación de un narrador en primera persona, Uriel Eduardo Alatriste (el llevar el mismo apellido del autor supone un grado de complicidad), que recuerda su trabajó de joven como secretario de un ministro muy cercano al despótico y estrafalario Jefe del Estado.
Nada se muestra con un realismo directo. El ministro es una especie de chico para todo del Presidente, y tiene su despacho no en un solemne palacio sino en una cantina, conocida por el irónico nombre que figura en el título. Los personajes (generales espadones, vedettes, políticos) presentan un aire de figuras del guiñol. Y el pretexto que da pie al argumento pone un punto de desquiciamiento a las conflictivas relaciones entre México y su vecino del norte: el rapto de un cónsul norteamericano aventura el riesgo de una invasión yankee. Esta línea principal está llena de pintorescas situaciones, y Alatriste, fervoroso contador de historias, la ramifica con generosidad mediante otros muchos materiales.
Sale de este modo una peripecia complicada y guadianesca. Escrita de otro modo, sería una novela colectiva no poco crítica sobre el desnortamiento y la falta de sentido moral de la sociedad de una época. No es este documento, sin embargo, lo notable, sino la utilización de unos procedimientos esperpentizadores para poner de relieve el sinsentido de la realidad. En Alatriste suena un eco del Valle-Inclán de El ruedo ibérico. El novelista mexicano cultiva un parecido descrédito de la historia, acentuado por una visión caótica del mundo que mezcla grandes palabras, intrigas vulgares, intereses mezquinos y pasiones ridículas; que degrada todo, lo mismo la literatura que el amor o los negocios...
Domina Alatriste un castellano de frase amplia y cadenciosa, que produce un buen efecto al alternarla con oraciones breves y con diálogos bastante expresivos. Aunque sus periodos tiendan un poco al énfasis retórico, no caen en lo libresco. El léxico elige los términos mejores por su precisión entre los de un amplio diccionario. Se trata de una prosa culta, y muy elaborada, pero con oído popular, con gracia y variedad de registros. Tiende, eso sí, a la incontinencia, y ésta, sumada a la sobreabundancia anecdótica, causa un poco de fatiga. Más concisa, ganaría esta novela en intensidad, y agilidad, pero, de todas maneras, acumula abundantes méritos ima- ginativos y verbales.