Image: La negra noche

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Novela

La negra noche

Iris Murdoch

29 enero, 2004 01:00

Iris Murdoch. Foto: Peter Jordan

Traducción de Laura Martín de Dios. Lumen. Barcelona, 2003. 697 páginas, 25 euros

El Alzheimer incrementó notablemente la popularidad de Iris Murdoch (Dublín, 1919- Oxford, 1999). Cuando su marido, el crítico literario John Bayley, transformó su progresivo deterioro en un hermoso libro (Elegía a Iris), la escritora traspasó el umbral de la creación artística para convertirse en un personaje saturado de belleza y drama.

La emotiva película de Richard Eyre (Iris, 2002) recrea ese "museo de polvo" en que se convirtió su convivencia tras la aparición de la enfermedad. Los elementos biográficos no deben afectar al reconocimiento de una obra que se sostiene por sí misma. Iris Murdoch obtuvo el Premio Broker en 1978 con El mar, el mar. Autora de 25 novelas, ocupó una cátedra de Filosofía en el St. Anne’s Collage de Oxford, publicando ensayos sobre Sartre, Platón o Wittgenstein. Mujer excesiva e intensa, que transitó por esa vivencia del límite que también conocieron Simone Weil o Doris Lessing, su trayectoria narrativa comienza con Bajo la red (1954), donde ya se encuentran todos los elementos que definen su estilo: una manera ágil y fluida, asimilada de la tradición anglosajona, unos personajes cuidadosamente construidos, un estudio riguroso de las emociones, preocupaciones filosóficas y religiosas que no estorban al relato, una voluntad clara de acceder a un público amplio, un lirismo que elude el desbordamiento y unos diálogos frescos y estimulantes.

La negra noche (1993) es una de sus últimas novelas. No hay en sus páginas nada que permita hablar de un alejamiento de los planteamientos iniciales. Al igual que en otras obras, Murdoch nos muestra las imposturas de la virtud. Bajo las existencias aparentemente rutinarias de sus personajes, se agitan conflictos que cuestionan los valores alegados para justificar su estilo de vida. Dos amigas que ya han superado los cuarenta, no logran ordenar sus emociones, asistiendo impotentes a la confusión que sacude la existencia de sus hijos. Joan es incapaz de transmitir amor, Louise no comprende los sentimientos ajenos, Bellamy no cesa en su búsqueda de Dios, Lucas desaparece para ocultar su odio fraticida, Harvey anhela el afecto que le niegan los más próximos. Londres actúa como escenario de su desconcierto, adquiriendo ese protagonismo de las ciudades que trascienden su condición de meros paisajes para insertarse en la narración como una realidad viva, cambiante. Sus calles, su misterio, las fachadas oscurecidas por la lluvia reflejan la desolación de unas almas que no renuncian a construir su propia identidad. Murdoch no disimula su pesimismo en su apreciación de las relaciones humanas. El amor siempre está teñido de equívocos, la amistad está contaminada por la decepción, la fraternidad no logra desprenderse del odio cainita.

La profusión de historias y personajes no desemboca en la dispersión. Hay una trama policial (la supuesta implicación de Lucas en un crimen ficticio) que neutraliza la posibilidad del caos, pero el centro de la novela no se corresponde con esta peripecia, sino con el estudio de esas emociones y conflictos que sitúan al ser humano ante los grandes dilemas morales. La inquietud religiosa de Bellamy revela que el bien y el mal conviven en una estrecha promiscuidad, la castidad de las hijas de Louise muestra que la pasión de la renuncia no es menos intensa que la felicidad de la entrega, la insatisfacción de Lucas evidencia que vivir es aceptar el fracaso como nuestro destino más genuino. Murdoch no retrocede ante palabras como Dios, la Verdad o el Amor. Sólo conoce la tensión de la búsqueda, el impulso de ir más allá, aunque no haya nada al otro lado. No hay que olvidar que su primer libro es un ensayo sobre Sartre (Sartre, el racionalista romántico, 1953). Su fascinación por el existencialismo sobrevivió al tiempo, impregnando toda su obra. Esa influencia no frustró un sentido del humor que descarga de solemnidad a sus novelas.

Es imposible transitar por estas páginas sin percibir el aliento de los clásicos: ironía, comprensión, ternura. Murdoch representa la posibilidad de combinar gravedad y ligereza, hilaridad y tragedia, sobreco- gimiento y regocijo. Sólo los grandes disfrutan de ese raro privilegio.