Mi hermano el alcalde
Fernando Vallejo
16 diciembre, 2004 01:00Fernando Vallejo. Foto: José Mª Casaña
El colombiano Fernando Vallejo se mueve entre la lucidez y la provocación. Con esa postura de fondo, cada libro suyo hurga a la vez en la idiosincrasia de su país y en la condición humana llevando su discurso incendiario hasta el absurdo.Esta perspectiva inconfundible también marca la homilía demoledora, sarcástica y divertida que lanza en Mi hermano el alcalde. De nuevo Colombia, siempre al borde del "desbarrancadero", ocupa el centro de su novela. Ahora una voz cercana al autor, si no la suya propia, cuenta la experiencia de su hermano Carlos, a quien le da por hacerse alcalde de Támesis, un pueblo de 20.000 habitantes del departamento de Antioquia. La historia tiene un fuerte aire autobiográfico y busca causar la impresión de una crónica oral de hechos ciertos, vividos o conocidos por el narrador, el cual habla en una primera persona que todo el rato se interfiere, valora, controla y domina el relato. La novela desmenuza mediante episodios fragmentarios la entera experiencia municipal del visionario y pintoresco Carlos desde que le entró el "dengue" del poder. La espectacular campaña electoral, con juergas y con muertos a los que se saca a votar, algo que "agradecen mucho porque se orean", constituye un ejercicio de inventiva regocijante y disparatada. Y no menos sabroso resulta el descalabro de sus planes reformistas en la alcaldía, detallados con situaciones chuscas, esperpénticas o feroces, y sólo alguna tierna. Así se consigue una diatriba que empieza por lo local y se extiende hasta las raíces históricas nacionales.
Esta denuncia sin concesiones de la política y del sistema representativo tiene en sí misma la importancia que debe darse a un texto tan comprometido con un problema real y muy grave de la sociedad contemporánea, y no sólo hispanoamericana.
Pero lo valioso y notable no radica en la crónica sino en el personal sistema expresivo de Vallejo. Resorte básico del sistema es una óptica de corte expresionista. El autor potencia los hechos corrientes hasta niveles de insólita sorpresa mediante la distorsión y la hipérbole, y uno diría que una realidad tan degradada y absurda no consiente ya otro tratamiento fiable que éste, y que un rea-lismo objetivo y convencional daría un pálido reflejo del mundo.
Al lado de esta técnica e inseparable de ella está el empleo libérrimo del castellano. Vallejo tritura la prosa funcional y se muestra audaz y efectivo con la lengua coloquial. Dota de voz propia a un narrador que habla con un registro cercano a la oralidad. El narrador alterna la información, la imprecación, las interpelaciones, los comentarios cínicos; se entrecorta, se arrebata, se lanza a gustosas enumeraciones, se salta a la torera la sintaxis, se suelta latinajos y dispensa tacos sin tasa, apoyado, eso sí, en la autoridad del Quijote.
Pocas valoraciones distintas de la admiración caben ante la escritura poderosa y revulsiva de Vallejo. Escritor de fuerza mental y de vigor estilístico impresionantes, su fondo nihilista merece, sin embargo, serias cautelas: hace bien en denunciar las lacras de la democracia, pero hay algo molesto en su actitud, una superioridad desdeñosa. Ganas dan de recordarle que hasta ahora es el menos malo de los sistemas políticos conocidos.