Image: El último negro

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Novela

El último negro

Ramón Buenaventura

28 abril, 2005 02:00

Ramón Buenaventura. Foto: Pablo Viñas

Premio Fernando Quiñones. Alianza. Madrid, 2005. 375 páginas, 24 euros

Un afortunado hombre de negocios llamado Rodrigo Díez del Canchal, tangerino -como casi todos los personajes destacados de Ramón Buenaventura, y como él mismo-, se propone escribir una novela.

Al no estar capacitado para ello, decide acudir a un negro que redacte con coherencia sus noticias e indicaciones. Tras intentarlo con el insigne José Magistro, se lo encomienda a la escritora Ihintza van Leuven Arrigorriaga, a la que comienza a relatar su vida. Ihintza tiene, a su vez, otro negro: el autor Adriano Vágulo Blándulo (repárese en el pintoresquismo de los nombres y se tendrá una idea certera del hálito caricaturesco y esperpéntico que recorre la obra). Se suceden los textos con narradores distintos: el denominado "narrador inconsciente" -que reproduce, por así decir, el relato en bruto del personaje-, el "narrador omnisciente" y el Negro, que no sólo escribe la extensa parte final, sino que anota o rectifica lo que los demás cuentan y que es, por tanto, una especie de narrador omnipresente. Las apostillas del Negro o los relatos intercalados a la manera cervantina, como la "novela derelicta" de Adriano Vágulo o la versión de Políxena debida al Negro, aparecen con tipos de letra diferentes, continuando con los juegos gráficos de otras novelas de Buenaventura y de autores como Jorge Márquez, que en El claro de los trece perros utiliza la tipografía para caracterizar personajes y en Los agachados crea un segundo narrador que corrige al primero. En El último negro, la literatura es un motivo esencial, no sólo porque en muchos momentos constituya tema de reflexión o diálogo, sino porque su mismo entramado constructivo y verbal es acusadamente literario. Los personajes de ficción se codean con seres reales. Así, el "narrador inconsciente" relata cómo encuentra en un bar, en amigable charla, a Jesús Munárriz y Fernando Sánchez Dragó, que están tomando unas copas... con Ramón Buenaventura; el Negro cuenta cómo Díez del Canchal juega un partido de fútbol con aficionados bajo la dirección del actor ángel de Andrés. Es también el Negro quien acumula sobre sí indicios que permiten identificarlo con el propio Ramón Buenaventura, como la noticia, recluida en una nota a pie de página (p. 303), de haber publicado las novelas El corazón antiguo y El año que viene en Tánger.

El autor entra y sale del texto, se metamorfosea en distintas voces -el paralelo de esta actitud sería, en la historia, el "desdoblamiento" de Ihintza en dos hermanas- y va ofreciendo aspectos complementarios de una historia que se sugiere confeccionada con retazos de realidad, lo que justificaría las palabras de Díez del Canchal: "No me interesa la novela, el relato inventado: me irrita que me cuenten engañifas, crecí en una ciudad patrañuela, me conozco todos los cuentos y sé que ninguno se aplica a nada" (p. 221). También el Negro asevera: "Todo esto es verdad, pero daría igual que fuese mentira" (p. 374). La multiplicación de perspectivas, los procedimientos metanarrativos, el juego constante entre realidad y ficción, sitúan El último negro en esa línea conductora que nace con el Quijote y se afianza gracias a Tristram Shandy. Y el humor -a menudo sarcástico- se extiende contra la literatura de consumo, contra los valores falsos de una sociedad, contra la vanidad y la incultura.

Buenaventura es, además, un magnífico escritor, capaz de crear neologismos jugosos ("una emblablarrada explicación", "kikiricostio" o escándalo en una riña de gallos, "bestselero", "las listas de vendemases", "consexuar"), componer a la manera de César Vallejo ("deslicioso", como resultado de la fusión entre ‘deslizante’ y ‘delicioso’), adaptar helenismos oportunos ("oneómano"), arabismos y designaciones que ni siquiera Cela recogió en su Diccionario secreto, donde hubieran tenido perfecta cabida, como "albatara", "crista" o "dingolote". En suma: una fiesta verbal y una novela divertida, aunque su historia quede un poco en la superficie.