Por el camino de las grullas
Cristina Cerezales
5 octubre, 2006 02:00Cristina Cerezales. Foto: Archivo
Cristina Cerezales ha partido en esta novela de una idea excelente, apta para dar lugar a una historia con múltiples ramificaciones: narrar la historia de varios peregrinos, desconocidos inicialmente entre sí y procedentes de diversos lugares, que recorren a pie el camino de Santiago. Coinciden a veces en algunos tramos, se separan en ocasiones, de acuerdo con el distinto ritmo de marcha de unos y otros, vuelven a encontrarse esporádicamente, se comunican sus experiencias e impresiones, se ayudan, comparten a menudo alimentos y cobijo y acaban por constituir, en suma, la representación coral de una humanidad afectivamente menesterosa, cada uno de cuyos miembros trata de superar una crisis profunda, explicarse a sí mismo o descubrir una orientación definitiva para encauzar su existencia.A la escritora le ha interesado sobre todo la creación de tipos, con sus historias bien diferenciadas, y, en efecto, el lector conserva al final el recuerdo vivo de unos cuantos personajes que aparecen y reaparecen a lo largo del relato con rasgos y signos peculiares muy marcados: Marianela, que necesita liberarse de una vida impuesta; Rosaura, con su larga historia de un amor y algunos desamores, ninguno cicatrizado; Colino, que al huir de la protección paterna se ha expuesto por debilidad a los peores extravíos; Yoshío, el enigmático japonés que reviste pronto funciones simbólicas; el pintor Marcel, herido por la desgracia; los rumanos Irina y Mihail, con dilatada experiencia de trasterrados... Y varios personajes más -el portugués Simao, Elisenda, Antoine, etc.- que, con distinto peso en el conjunto, ayudan a completar esta especie de amplio tapiz de vidas e historias que es Por el camino de las grullas.
Los lugares por los que discurren los peregrinos están minuciosamente anotados -es evidente que hay aquí mucho más de conocimiento personal que de reconstrucción libresca-, y aparecen con frecuencia vívidas im-
presiones paisajísticas, propias de una pupila pictórica. Junto a estas y otras virtudes innegables de la novela, cabe señalar, sin embargo, algunos reparos que afectan, sobre todo, a la construcción novelesca. El narrador ofrece tantos detalles acerca de los personajes, de su vida, de sus deseos y pensamientos más íntimos, de sus zozobras espirituales, que al lector le queda muy escaso margen para añadir, imaginar, completar los retratos. Los perfiles psicológicos se derivan, más que de los comportamientos y de las acciones relatadas, de las informaciones que continuamente proporciona el narrador, que agota los contornos, acumula demasiadas noticias -no siempre pertinentes ni necesarias- y desequilibra un tanto la dosificación de los contenidos. En este sentido, Cristina Cerezales ha escrito una novela demasiado "tradicional", en la que las técnicas mostrativas dominan abrumadoramente sobre las sugeridoras. Tiene esta escritora lo que no se aprende: algo que decir, imaginación, agudeza en los retratos y en la percepción de los ambientes. Le falta lo que sí puede mejorarse: eso que, un tanto enfadosamente, solemos llamar técnica, o, si se quiere un giro de moda, "estrategias narrativas".
Y también es mejorable el lenguaje, donde la variedad y la precisión indudables se mezclan inexplicablemente con diversos deslices de orden gramatical: "acostumbraba a descargarse" (p. 181), "acostumbra a ser la última" (p. 290), "diferente a sus compañeros" (p.181), "diferente a los que la rodeaban" (p. 243). Hay algún despiste semántico ("primogénitos" por ‘progenitores’, p. 79), alguna frase cacofónica ("de vendedor ambulante lo convirtió en elegante viajante", p. 65) y ciertos usos triviales: "contactar", "retomar" por ‘recobrar, reanudar’, o el giro, hoy enojosamente reiterado y traducido directamente del inglés -por la vía del doblaje-, "no me lo puedo creer", menos español que "es increíble", "parece mentira" y otras fórmulas posibles.