La visigoda
Isabel San Sebastián. Foto: Alberto Cuéllar
Cuentan las crónicas que contienen la Historia de España que, en tiempo de guerras entre cristianos y musulmanes, cuando estos dominaban los territorios hispanos, el recaudador del rey Abd-al-Rahman escogía entre sus doncellas a aquéllas que, por su belleza, eran requeridas para engrosar las filas del harén del emir; era el “Tributo de las Cien Doncellas”. Este episodio propicia la novela de Alana, una joven de dieciséis años, obligada a abandonar el “castro” donde vivía para someterse a la decisión del recaudador y ser presa de un cautiverio del que logró huir, después de sufrir el ultraje. Aunque ya nunca logró regresar a la aldea de su memoria, ni a la misma libertad. Dialogan, así, el relato histórico y la peripecia personal.
Alana es “la visigoda”, es el personaje que encarna el coraje con el que su autora, Isabel San Sebastián, la caracteriza para poner voz a muchas historias siendo eje motriz de un relato esmerado y valiente, macerado en su interés por el pasado desde una perspectiva humana en
a que prima la dimensión de lo
vivido, la experiencia de lo sufrido, más que el valor histórico de lo documentado. No obstante un marco escenográfico, rigurosamente recreado, acompaña la vida de la protagonista, que abarca las últimas décadas del siglo VIII y las primeras del IX, que recorre las tierras de la península, de “Córduba a álaba” y de ahí a Asturias, donde el rey decide asentar su reino, atalaya desde la que este relato mítico y heroico adquiere cuerpo. Y todavía más, porque si demuestra pericia para justificar interrupciones y saltos temporales, si usa fuentes y referencias con el fin poético de la verosimilitud -cuestionable en más de un episodio argumental-, el despliegue escénico, también al servicio de la credibilidad y la ambientación histórica, es sobresaliente, digno de una experimentada evocadora de escenarios históricos no de quien apuesta, en una primera novela, por un pasado lleno de esplendor y miserias.
Alana, viuda del más leal vasallo del rey Alfonso el Casto, tiene 73 años y cuatro hijos mayores cuando inicia la crónica de su vida desde Ocaña, la aldea reconstruida: “han pasado tantos años, tantas cosas, tantas guerras, tantas traiciones…” que su único cometido es prevenir contra el veneno de tres fuerzas: codicia, ambición y poder; y dejar constancia del “bálsamo inteligente” de la mujer “aplacando la brutalidad del hombre”. Su escrito es, así, una forma de vengar lo vivido.