Los libros arden mal
Manuel Rivas
30 noviembre, 2006 01:00Manuel Rivas. Foto: Archivo
Entre las obras de todo tipo que están proliferando dentro del actual movimiento de recuperación de la memoria histórica, destaca la novela de Manuel Rivas Los libros arden mal. Este vínculo, aun siendo inevitable y evidente, no le beneficia nada, pues ni es subsidiaria de ese fenómeno ni está concebida al modo de simple ilustración de un tiempo ominoso. No falta en ella una dosis fuerte de alegato, pero parte de un afán de conocimiento de la realidad creativo y profundo. Por eso, el punto central de la anécdota, un concreto episodio del comienzo de la guerra civil, se convierte casi en excusa para mostrar unas actitudes generales. Y esa meta se desarrolla con una ambición artística muy grande.No es la primera vez que Rivas se suma a la clásica doctrina que concibe la historia como "magister vitae". Escritos como el mejor suyo, el magistral relato "La lengua de las mariposas", o la novela El lápiz del carpintero, están inspirados por esa idea de que el pasado contiene una enseñanza para el presente. Saber los errores y horrores del ayer sirve de vacuna para el futuro, y a la vez se hace justicia a las víctimas. Un caso de barbarie es justo el aludido que funciona como motor del argumento de Los libros arden mal, y del que procede este título poco afortunado: la quema pública de libros expoliados de varias bibliotecas en La Coruña en agosto de 1936.
A esta salvajada, cometida por los sublevados contra la República y sus secuaces, y asociada en el imaginario colectivo con idénticos sucesos en el inicio del nazismo alemán, se añaden múltiples muestras de asesinatos y otras violencias y terrores. Pero la novela desborda con mucho el marco de la guerra civil, va algo hacia atrás y se dilata hasta nuestros mismos días, dando cuenta de la represión y el fanatismo, de complicidades, miedos o silencios en una época pintada entre lo trágico y lo bufo. De este modo, la historia en su totalidad se convierte en una alegoría del pasado siglo articulada en torno al peso del pensamiento o las actitudes fascistas empeñadas en sojuzgar la libertad y aniquilar la cultura. Para ello era oportuno un relato coral que abarcara esa experiencia colectiva a través de numerosos sujetos y de múltiples circunstancias, y eso hace el autor, pintar un vivo fresco de la intolerancia, un mural de grandes dimensiones con abundantes y muy variadas noticias acerca de la vida en la capital gallega bajo la pasada dictadura.
En sí mismo, todo esto es materia harto repetida en innumerables narraciones. Lo notable de Rivas es su objetivo de exponerlo de manera que le dé una nueva existencia, que revele lo sabido por medio de un artefacto literario. Pocas veces se encuentra uno con una voluntad artística tan clara y decidida, y con semejante valor para asumir riesgos. Las propias dimensiones del libro anuncian la seriedad del empeño. Y la construcción, una arquitectura compleja y fracturada, lo confirma. Es más, esa meta de no hacer un relato convencional difumina historias personales muy singulares, interesantes y de fecunda inventiva, y lo mismo ocurre con la línea de suspense que surca todo el libro, se esconde como un Guadiana y sólo brota con intensidad y nitidez inesperadas en el trecho final.
Rivas opta por la técnica del fragmentarismo aclimatada por la novela rupturista de la centuria pasada. La copiosa sustancia anecdótica se distribuye en noventa capítulos, algunos muy breves, que presentan los sucesos y personajes de forma abrupta y por mediación de distintas voces. La materia, además, aparece bajo una pluralidad de formas que van del fraseo lírico o el trazo ensayístico al pasaje dramatizado. Este planteamiento exige un gran esfuerzo de lectura, y hace demasiado dificultosa, casi intrincada al comienzo, la comprensión de la base argumental. Esta artificiosidad en un relato cálido y emotivo que al fin y al cabo reconstruye la peripecia de un puñado de vidas humanas (algunas reales) se convierte en un obstáculo innecesario. De todos modos, ha de subrayarse la decisión de hacer una literatura exigente y abrir un foso frente al conformismo y la trivialidad de la prosa para el consumo que hoy prevalece en nuestras letras.
Así comienza el libro
"Los libros ardían mal. Uno se movió en la hoguera más próxima y a Hércules le pareció ver que de repente abría en abanico las frescas agallas de una branquia de abadejo. Otro sol-tóun fragmento incandescente que rodó como un erizo de mar de neón por los escalones de una escalera de incendios. Después pensó que aquello que se agitaba inquieto en el montón ardiente era una liebre atrapada, y que una ráfaga de viento..."