Novela

Mansiones verdes

William H. Hudson

5 abril, 2007 02:00

Traducción de M. Pessarrodona. Acantilado. Barcelona, 2007. 324 páginas. 19 euros

Naturalista, ornitólogo, de salud precaria y temperamento místico, W. H. Hudson (Buenos Aires, 1841 - Londres, 1922) escribió toda su obra en inglés, revelándose como un prosista extraordinario, con una prodigiosa intuición poética y religiosa, que en este caso se aplica a la selva amazónica, refugio de un hombre blanco que ha participado en una fallida conspiración política. El contacto con la Naturaleza producirá sucesivas transformciones en una sensibilidad educada en los valores de la cultura europea. La selva producirá inicialmente un sentimiento de purificación, de inocencia. Más tarde, surgirá el amor hacia una mujer joven, casi una niña, con aspecto de diosa, criada por un antiguo malhechor; protectora de los animales, temida por los indígenas, que le atribuyen poderes sobrenaturales. Su voz, un canto incomprensible pero de gran belleza, seduce al protagonista, hasta el extremo de disipar cualquier anhelo de regreso al mundo civilizado. Finalmente, aparecerá la muerte, la locura que se convierte en odio, el olvido de cualquier planteamiento ético.

Hay cierto paralelismo entre Mansiones verdes (1904) y El corazón de las tinieblas (1902), pero Hudson, sin eludir el lado tenebroso del mundo natural, reconoce en la selva -y en el interior del corazón humano- la presencia de un Dios que infunde equilibrio, paz, dicha. La imperfección no es originaria, sino derivada. El hombre ha destruido el jardín del Edén y han crecido las malas hierbas, pero no es imposible restituir la perfección malograda. El romance que sirve de eje al relato muestra el poder curativo del amor. El amor no es un estado de ánimo, sino una experiencia ontológica, que revela la unidad en medio de la diversidad. El amor permite al hombre ser "flor y pájaro y mariposa y verde hoja y fronda". Novela excepcional, Mansiones verdes anticipa la sensibilidad ecológica, actualiza la comunión mística con el Todo, especula con la lengua adámica, que puso nombre a las cosas y se adentra en los estratos más profundos de la conciencia, buscando la belleza trascendental, esa "flor mística" que nunca se marchita ni muere, pese al incesante acoso del mal.