Image: El rumor de la montaña

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Novela

El rumor de la montaña

Yasunari Kawabata

24 enero, 2008 01:00

Archivo

Trad. de Amalia Sato. Emecé. Barcelona, 2007. 356 páginas, 19 euros

La excelencia literaria es una rareza tan insólita como la germinación de un loto tras dos mil años de letargo. El rumor de la montaña (1954) es una novela perfecta, con una escritura limpia, precisa, impregnada de erotismo y con la exactitud de la poesía tradicional japonesa, donde no hay nada gratuito, pero nada es definitivo. Ese equilibrio entre indeterminación y necesidad inspira la escritura de Yasunari Kawabata (Osaka, 1899-Tokio, 1972), que obtuvo el premio Nobel de 1968 y nos legó una obra de doce mil páginas, antes de suicidarse discretamente, renunciando a la morbosa teatralidad de su íntimo amigo Yukio Mishima. El rumor de la montaña es el sonido que sólo escucha el hiperestésico anciano Ogata Shingo en el Japón de la postguerra, cuando los sentimientos de humillación y vergöenza afligen a una nación que asimila rápidamente las costumbres occidentales, sin desprenderse, no obstante, de los ritos y valores de una tradición de códigos estrictos, cuyas normas regulan la vida familiar y social. La familia Ogata respeta el aspecto formal, pero se desintegra poco a poco. Shingo, que ha superado los 60, ya no experimenta deseo hacia su mujer y, aunque frecuenta a las geishas, su pasión -un amor senil- sólo se despierta con Kikuko, su joven nuera, refugiada en su hogar tras descubrir las infidelidades de Suichi, su marido. La presencia de sus hijos Fasuko, separada de un esposo adicto a las drogas, y la inestabilidad de Suichi, llenan a Shingo de amargura, pues considera que la infelicidad de sus hijos es la prueba de su fracaso como padre y ser humano.

Anterior a La casa de las bellas durmientes (1961), Kawabata ya aborda el tema del amor y el deseo en la vejez. Con los años, el tacto de la esposa sólo recuerda la precariedad de la vida, el deterioro de la carne. Por el contrario, la proximidad de la juventud renueva el deseo y la posibilidad de un postrera plenitud. Las jóvenes prostitutas no pueden proporcionar esa sensación, pues su entrega es tan fugaz e irreal como el vuelo de una grulla. La delicadeza de Kikuko con su suegro es la última hebra de felicidad en una existencia que se extingue, una decadencia que se manifiesta dramáticamente cuando Shingo no logra anudarse la corbata. Japón apenas conoce la culpabilidad, un oprobio de la tradición cristiana ausente en una sociedad que contempla el deseo sexual sin el acecho de la moralidad. Shingo sólo espera morir cerca de una mujer joven, con la serenidad de un árbol que ya no retoñará. La vejez es como una máscara del teatro Noh, que sólo adquiere vida cuando hay un rostro detrás, oculto e invisible, pero con la tensión del deseo. La máscara jido representa la juventud y, en el caso de Shingo, expresa la esperanza de no morir sin gozar por última vez.

Kawabata muestra la ausencia de prejuicios de la cultura japonesa frente el suicidio o la homosexualidad, la familiaridad con la muerte (nada desaparece del todo, pero los que están al otro lado se manifiestan imperceptiblemente), el paralelismo entre el paisaje y las emociones o la importancia de las ceremonias para contener los sentimientos, sin dejar de expresarlos. La belleza de esta novela no es de este mundo, pues refleja una sensibilidad perdida, pero que aún permanece latente en los estratos más profundos de la literatura japonesa. La obra de Murakami, amante del pop, el jazz y el cómic, muestra una indudable filiación con Kawabata o Tanizaki, cronistas de una época de mudanzas, que no han logrado borrar la peculiaridad de una cultura enraizada en el crisantemo y la espada.