El asco
Horacio Castellanos
31 enero, 2008 01:00Horacio Castellanos
Han pasado diez años desde que Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras, 1957) publicara por vez primera El asco en una editorial salvadoreña. El autor ha quedado desde entonces vinculado a esta obra polémica, pues cosechó elogios como el de Roberto Bolaño, se volvió "superventas" en Hispanoamérica y propició de paso su exilio voluntario de El Salvador tras recibir amenazas de muerte. El libro lleva por subtítulo: Thomas Bernhard en San Salvador, dato que lo explica casi todo: se trata de un libro-diatriba y de una "novelita de imitación" (palabras del propio Horacio Castellanos en la página 139).Imitar al pie de la letra voces tan importantes y reconocibles como la de Bernhard plantea graves problemas: quienes en algún momento de nuestras vidas leímos con entusiasmo la obra completa del austriaco creyendo que escuchábamos la verdad revelada, entendimos con la madurez algunas lecciones: era sin duda una gran voz (aunque no la verdad revelada) y, sobre todo: uno debe leerlo para aprender de él, liberarse de él y seguir adelante hacia una literatura más abierta. Por decirlo hegelianamente: superarlo reteniéndolo. Todo menos paralizarse en él como hace Horacio Castellanos, cuya anterior novela lleva por título Desmoronamiento (concepto alemán de Zerfall empleado por Bernhard como subtítulo de Extinción). El asco es el ajuste de cuentas que Horacio Castellanos hace con su país de adopción, y de principio a fin se basa en los fraseos y muletillas repetitivas de Thomas Bernhard. El protagonista, Edgardo Vega regresa a El Salvador desde Canadá después de dieciocho años para asistir al funeral de su madre (así como en Extinción de Thomas Bernhard, regresaba Murnau a Austria desde Roma); se encuentra con su amigo Moya en un bar (en Extinción: con el alumno Gambetti).
Desde ese bar asistiremos al insufrible monólogo de Edgardo Vega contra todo lo salvadoreño: cerveza, grupos de rock, velorios, hermanos maristas (educación nacionalsocialista en Extinción), compañeros de colegio, militares, políticos, canales de televisión, casas amuralladas, hermanos, cuñadas, sobrinos y niños en general, ferreteros copiadores de llaves (fabricantes de tapones de vino en Bernhard), deporte, vulgaridad física de las sirvientas, fisonomía y vestimenta de sus compatriotas, corrupción de empleados de aduana y de tiendas de ropa, taxistas, conductores de autobús, médicos, izquierdistas, literatos de su tierra, universidades, prensa, raza y folclore propios, playas, almejas, prostíbulos...
Cómo no, Vega, en cambio, (el lector debe creerlo) es el "hombre de espíritu", que viaja con su CD de Tchaikovski, representa el intelecto, el refinamiento, el arte, mientras el mundo a su alrededor es pestilente, insufrible y vulgar. Uno diría que su estático oyente Moya se gana sobre esa barra de bar finalmente el cielo.
¿Merecía la pena este experimento? ¿Por qué no contar esta historia desde un registro propio, no prestado? Como crítica de un país no pasa de un ajuste de cuentas nada fino y del exabrupto contra todo cuanto se mueve, y como novela bernhardiana, el texto resulta muy menor. Entre otras cosas simplifica a Thomas Bernhard al reducirlo sólo a su faceta de predicador de ácidos monólogos. Su grandeza residía sin duda en algo más. Para este viaje, se queda uno con el original. Una meditación aparte merece la psicodélica frase de la faja promocional del libro: "refrescante por la ausencia de buenos sentimientos". Será que refrescan los malos. Uno preferiría una buena e inteligente historia.