Todo eso que tanto nos gusta
Pedro Zarraluki
9 octubre, 2008 02:00Pedro Zarraluki. Foto: Quique García
Sin necesidad de exordios, puede afirmarse desde el comienzo que Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) ha escrito una buena novela. El lector que recuerde la obra precedente del autor, galardonada con el premio Nadal (Un encargo difícil), reconocerá inmediatamente numerosos rasgos temáticos, constructivos e incluso estilísticos que relacionan ambas narraciones y que confirman la existencia de un mundo propio que se plasma en relatos cada vez más depurados. Hay aquí, por ejemplo, el mismo gusto que en Un encargo difícil por la pintura de pequeñas y apacibles comunidades apartadas de las grandes urbes, donde el tiempo parece transcurrir con un ritmo lento, donde la vida se estanca y nada parece relevante. Sobre ese fondo limitado y tranquilo, como un lago plácido de contornos abarcables, unos cuantos personajes llegados de fuera a un pueblecito gerundense comprueban cómo sus vidas van sufriendo una rápida evolución. Sin introducir grandes sucesos en la historia, sin gestos dramáticos, con una especie de sordina aplicada a cada página, Zarraluki va esbozando una galería de retratos bien perfilados. Casi todos ellos son seres que parecen buscar el aislamiento, la soledad, como remedio contra el bullicio y la vida agitada. En primer lugar, Tomás, el arquitecto retirado, en pos de un ideal Tibet que lo libere del pasado que gravita sobre él. Después, su hijo Ricardo, narrador de la historia, que, en medio de una profunda crisis personal, lo abandona todo para buscar a su padre y, en lugar de hacerlo volver, acaba él mismo por caer en las redes mágicas del lugar. Y existen otros tipos con función secundaria, pero igualmente creíbles y bien caracterizados, que anhelan reencauzar su vida: Lola, la antigua anarquista hosca y solitaria; la italiana Barbara Baldosa, a la que su riqueza no le ha proporcionado la inesperada armonía que encuentra al conocer a Ramiro; la joven María, dubitante ante la responsabilidad de un matrimonio inminente; la pareja formada por Paquita y Marcelo, este último una notable creación psicológica. No falta la mirada piadosa hacia los desfavorecidos, como la rusa Daryna, que logra salvarse de la red de proxenetas que la explotaba.En este microcosmos, lo esencial no son los grandes acontecimientos, sino el cuidadoso análisis de la evolución psicológica que se produce en los personajes -aunque para ello se abuse un tanto de las explicaciones del narrador-, la transformación progresiva de sus valores, que promueve comportamientos antes impensables. El silencio tenaz y hermético entre Ricardo y sus padres a propósito del hermano fallecido en accidente, se rompe gracias a las nuevas relaciones familiares establecidas entre ellos, lo que purifica a los personajes y los descarga de una antigua culpa. La Lola retirada y huidiza al frente de su descuidado hostal acabará integrándose casi enteramente en una comunidad a la que había sido refractaria. El conocimiento mutuo, la comunicación, el diálogo, facilitan el entendimiento, arrancan a los seres de su soledad ensimismada y destructiva y sacan a la luz los sentimientos más nobles, en muchos casos ocultos e ignorados bajo una capa de culpa, resignación y desencanto. El lector se enfrenta a un retablo de personajes que no habían descubierto hasta entonces el camino hacia su propia felicidad, y que comprueban sin proponérselo cómo el cambio de rumbo es siempre posible, porque la fortuna consiste en hallar el yo auténtico y su proyección adecuada. Así se reordenan las vidas de Ricardo -en su nueva función gestora-, de Tomás y Cristina -que reanudan un vínculo sentimental nunca roto del todo-, de Lola y Daryna o de Ramiro, y se deja abierta la incertidumbre acerca del futuro de María, que tal vez requiera también algún día un cambio radical.
Con leves pero sutiles toques psicológicos en la pintura de los personajes, Zarraluki ha conseguido una novela interesante que, además, está muy bien escrita, a pesar de algún tópico expresivo ("la necesidad imperiosa", págs. 179 y 194), de algún catalanismo invasor ("las gafas […] se le aguantaban sobre la punta de la nariz", p. 51; "hacer la siesta", p. 223) o de alguna expresión enigmática ("La noche era cristalina y profunda", p. 241).