Image: Todo fluye

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Novela

Todo fluye

Vasili Grossman. Trad. de Marta Rebón

4 diciembre, 2008 01:00

Busto de V. Grossman

Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2008. 288 páginas, 20 euros Leer extracto

El espíritu de servidumbre de la vieja Rusia blanca pervivió durante el Terror rojo. De hecho, hay una pasmosa continuidad entre el despotismo reformista de Pedro el Grande y la intransigencia revolucionaria de Lenin. Vasili Grossman (Berdíchev, 1905 - Moscú, 1964), extraordinario novelista formado en el ejercicio del periodismo, reserva las últimas páginas de Todo fluye a esbozar una teoría sobre las paradojas de una nación que protagonizó el cambio histórico más espectacular del siglo, sin lograr desprenderse de un pasado que nunca ha interiorizado la posibilidad de la libertad. El genio de Rusia reside en su paciente esclavitud, una pasión que nace de las terribles contradicciones encarnadas en el espíritu de sus líderes.

Corresponsal de guerra, Grossman cubrió la batalla de Stalingrado y escribió los primeros artículos sobre el sistema de campos del totalitarismo nazi. Su monumental Vida y destino no obtuvo la aprobación de la censura. Incluso se llegó a creer que el manuscrito se había extraviado. Sin adoptar una disidencia militante, Grossman se refugió en la literatura para narrar los crímenes del Estado soviético. Todo fluye es su última obra, una novela que en los capítulos finales se desliza hacia el terreno del ensayo, realizando un retrato magistral de Lenin y Stalin. Si Vida y destino es un poema sinfónico con la altura de los grandes clásicos, Todo fluye es una pieza de cámara que anticipa las transformaciones experimentadas por la novela en las últimas décadas. Lo narrativo y lo especulativo, lo lírico y lo periodístico, la introspección y el testimonio, convergen en un difuso espacio creativo que posibilita la comprensión y la empatía, el conocimiento racional y la intuición poética.

Iván Grigórevich es el rostro de las víctimas. No es un activista político ni un hombre común. Es un científico, que subordina la dignidad humana al ejercicio de la libertad. Ese pensamiento le costará la deportación a Siberia, donde perderá treinta años de su vida. Es irrelevante que su concepción del hombre no implique ninguna clase de acción política. En la Rusia Soviética, la ley no contempla distinciones entre actos públicos y privados. Ni siquiera reconoce la autonomía de la muerte. Por eso causó tanto estupor la muerte de Stalin, pues se produjo "sin la orden personal del propio camarada Stalin". Grigórevich cumplirá su condena y, al regresar a Moscú, soportará el cinismo de sus colegas, la ligera incomodidad de su delator y el olvido de su prometida, que se ha casado con otro. Su condición de antiguo deportado le impedirá conseguir un trabajo que se corresponda con su inteligencia. Alojado en un modesto cuarto, realizará tareas de simple operario, sin encontrar otro estímulo que un amor efímero con su casera, Anna Serguéyevna, viuda de un combatiente. Pronto descubrirá que las alambradas no son necesarias. Dentro o fuera, la vida es la misma. La sombra de la tortura y la delación no excluye a nadie, pues en el nuevo Estado no hay inocentes. La naturaleza humana engendra cosas buenas y puras, pero en las dictaduras prospera lo vil y abyecto. La Unión Soviética no es la dictadura del proletariado, sino la dictadura contra el proletariado.

Hay cierta desproporción en Todo fluye. Hacia el final, los personajes desaparecen y Grossman cede todo el protagonismo al análisis político. Sin embargo, rescata a Grigórevich para mostrar que el fracaso es la única alternativa digna en una sociedad superpuesta al Gulag. La deportación y el genocidio son el verdadero rostro de la utopía bolchevique. Sería una frivolidad asimilar la economía de mercado a la tiranía del socialismo real, pero es inevitable contemplar la oficina de El apartamento (Billy Wilder, 1960) y no advertir la profunda inhumanidad del capitalismo. Iván Grigórevich no ignora que ha pasado por la vida sin dejar nada perdurable, pero al menos ha conservado hasta el final el escepticismo del hombre libre, siempre reacio a las promesas de falsos paraísos.