Image: El último hombre

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Novela

El último hombre

Carles Casajuana

11 diciembre, 2009 01:00

Carles Casajuana. Foto: Natalia Montané

Planeta. Barcelona, 2009. 256 páginas, 20 euros


El diplomático y escritor Carles Casajuana (San Cugat, Barcelona, 1954) utiliza en El último hombre que hablaba catalán un esquema narrativo conocido: una novela dentro de otra novela. La novela real, dicho para entendernos, junta a su vez a dos escritores cuya situación, según leemos, tiene paralelismo con una obra de Bernard Malamud: viven en un edificio que el propietario quiere derribar. Uno los escritores, Ramón Balaguer, funcionario en excedencia, sufre el acoso del dueño de la casa; el otro, Miquel Rovira, vigilante nocturno en un garaje, es okupa del inmueble. Las desavenencias entre ambos dan pie a una relación que afecta a asuntos amorosos y literarios. Las reticencias acerca de sus respectivos escritos se saldan en fructífera colaboración involuntaria.

Noticias de los libros en marcha de Ramón y Miquel alimentan la otra novela, dentro de la que ocupa destacado lugar la historia que Miquel está escribiendo sobre el descubrimiento de un profesor americano experto en lenguas muertas. El profesor se relame por haber localizado a un hablante todavía vivo del extinto catalán y acude a entrevistarle. El argumento futurista se interesa en saber qué razones habrían llevado a la desaparición del idioma.

Aunque las dos tramas de El último hombre... sean muy distintas, se ensamblan bien por el común tono divertido. Ambas se sostienen en una fina ironía que contribuye tanto a quitarle solemnidad a las disputas de los escritores como a desdramatizar el que podría ser espinoso tema de las relaciones entre castellano y catalán en Cataluña. La irrealidad de la situación planteada por la novela de Miquel permite a Casajuana abordar con desenfado el comentario de los comportamientos sociales que explicarían esa situación.

Las relaciones entre Ramón y Miquel pertenecen a un terreno bien preciso, el costumbrismo crítico. El acoso inmobiliario se muestra con el justo punto de comprensión hacia la víctima como para que tenga algo de testimonio solidario. Los rifirrafes técnico-literarios de la pareja se integran en la trama y proponen al lector no pocas cuestiones jugosas del oficio de escribir. Además las relaciones de los protagonistas como varias chicas no ocultan una amable sátira de usos sociales contemporáneos. Con estos materiales se podría montar una comedia televisiva de situación.

Todo ello circula con fluidez por la novela gracias a su concepción tradicional y a un estilo directo y ágil, de apariencia sencilla, pero trabajado y expresivo. Lo contrario de la prosa benetiana con la que se entretiene Ramón. El acierto en el tono festivo global convierte El último hombre que hablaba catalán, obra menor y sin muchas pretensiones, en una muy digna novela de lectura amena.