Novela

Los asesinos lentos

Rafael Balanzá

29 enero, 2010 01:00

Rafael Balanzá. Foto: Amelia Alberola

Premio Café Gijón 2009. Siruela, Madrid 2010. 156 páginas, 15'90 euros


Rafael Balanzá (Alicante, 1969) publica ahora su primera novela, después de haber dado a conocer, hace tres años, el volumen titulado Crímenes triviales, compuesto por cinco relatos. Son pocas muestras todavía para aventurar conjeturas acerca de las posibilidades de este escritor, y sobre todo de su futuro como novelista, sobre todo teniendo en cuenta que Los asesinos lentos es más bien, por su extensión, una novela corta, algo ampliada merced a la inserción en el texto, mediante un transparente juego literario, de un cuento atribuido a cierto autor ya fallecido, llamado "Rafael Balazay", que, además de dirigir una revista cultural, había publicado un conjunto de cinco relatos titulado Trivialidades. El caso es que Rafael Balanzá acredita en estas páginas excelentes dotes narrativas para crear un clima de intriga y suspensión psicológica en medio de un ámbito reconocible de realidades triviales y cotidianas. Todo el arranque, con la entrevista entre el narrador y personaje central, Juan Cáceres, y su antiguo amigo Valle, es de una inusitada brillantez, y plantea un problema cuyas vías de solución, esbozadas en un implacable crescendo narrativo, parecen obturadas o inexistentes, a pesar de los intentos del desconcertado y angustiado Juan. El desarrollo de la historia recuerda en muchos momentos el estilo y los esquemas narrativos de algunas películas de Claude Chabrol, aunque, en el fondo, el tema de la culpa y sus transferencias, la obsesión enfermiza y la locura se hallen en la estela de una poderosa corriente literaria que va de Dostoyevski a Kafka, con multitud de afluentes menores.

Y hay otro rasgo de la construcción novelesca que se inscribe igualmente en una dilatada tradición y que el lector descubre poco a poco, a medida que Juan va insertando en su relato ciertas fórmulas apelativas: "Querrá saber, supongo, dónde trabajaba, cuál era mi rutina…" (p. 20). O bien: "Usted deberá disculpar que no entre en demasiados detalles […] Le aseguro que es bastante más simple" (p. 34). Porque oda la novela, en efecto, está constituida por una larga carta con un destinatario que se hace explícito en el último capítulo, único no desarrollado en primera persona: el padre Justo Llorente Marcos, capellán de una penitenciaría, al que el narrador -un preso preventivo acusado de asesinato- expone minuciosamente, como hacía el Pascual Duarte de Cela, el origen y las consecuencias de su conflicto, sin que en algunas cuestiones lleguemos a distinguir con seguridad, una vez conocido el comportamiento último del personaje y su proceso de enajenación, entre experiencias reales y otras acaso imaginadas o deformadas. Juan expone su versión del homicidio al final de su carta, pero añade otra en una adición, en forma de epílogo, que difiere en puntos sustanciales de la primera, porque, al fin y al cabo, según sus propias y reflexivas palabras, "nada es verdadero, excepto la pérdida y la privación" (p. 50).

Los asesinos lentos es una buena promesa. Escrita con soltura, con una prosa limpia y precisa, ofrece algún desequilibrio entre el planteamiento de la historia -donde no obstante algún episodio, como el de las películas grabadas de la hija, parece difícilmente justificable en el conjunto- y su desenlace, mucho menos imaginativo, más convencional, que desinfla y rebaja precipitadamente la tensión acumulada hasta entonces. Convendrá estar atentos a las futuras salidas de este autor.