Los asesinos lentos
Rafael Balanzá
29 enero, 2010 01:00Rafael Balanzá. Foto: Amelia Alberola
Y hay otro rasgo de la construcción novelesca que se inscribe igualmente en una dilatada tradición y que el lector descubre poco a poco, a medida que Juan va insertando en su relato ciertas fórmulas apelativas: "Querrá saber, supongo, dónde trabajaba, cuál era mi rutina…" (p. 20). O bien: "Usted deberá disculpar que no entre en demasiados detalles […] Le aseguro que es bastante más simple" (p. 34). Porque oda la novela, en efecto, está constituida por una larga carta con un destinatario que se hace explícito en el último capítulo, único no desarrollado en primera persona: el padre Justo Llorente Marcos, capellán de una penitenciaría, al que el narrador -un preso preventivo acusado de asesinato- expone minuciosamente, como hacía el Pascual Duarte de Cela, el origen y las consecuencias de su conflicto, sin que en algunas cuestiones lleguemos a distinguir con seguridad, una vez conocido el comportamiento último del personaje y su proceso de enajenación, entre experiencias reales y otras acaso imaginadas o deformadas. Juan expone su versión del homicidio al final de su carta, pero añade otra en una adición, en forma de epílogo, que difiere en puntos sustanciales de la primera, porque, al fin y al cabo, según sus propias y reflexivas palabras, "nada es verdadero, excepto la pérdida y la privación" (p. 50).
Los asesinos lentos es una buena promesa. Escrita con soltura, con una prosa limpia y precisa, ofrece algún desequilibrio entre el planteamiento de la historia -donde no obstante algún episodio, como el de las películas grabadas de la hija, parece difícilmente justificable en el conjunto- y su desenlace, mucho menos imaginativo, más convencional, que desinfla y rebaja precipitadamente la tensión acumulada hasta entonces. Convendrá estar atentos a las futuras salidas de este autor.