Para quien no tenga noticia de Julián Ruiz-Bravo sirva este bosquejo: escritor inclasificable, talante ingenioso y lúcido, ecléctico en sus formas, divertido en sus resoluciones, curtido, sobre todo, en el empeño por escribir. De ahí que esa condición le empuje a la dramaturgia, a la poesía y a desentenderse de clichés reductores .
Lucio es buen ejemplo de lo dicho: un despliegue escénico indescriptible para una fábula rocambolesca y satírica, afortunada en muchas de sus ocurrencias. Eso sí, la ocasión viene empañada por la desmesura en el despliegue de recursos, lo que deviene en un argumento excesivamente críptico y un ritmo narrativo irregular que distrae y desorienta. Por eso necesita de lectores dispuestos a seguirle la corriente a un peripatético personaje en su extravagante odisea por Madrid, la última noche del milenio.
Se llama Lucio, tiene 45 años y hasta "hoy", último día de 1999, iba por la vida todo lo felizmente que un tipo como él se puede permitir: sin trabajo, sin oficio, sin mujer… A este perfil se suma la peculiaridad de conservar la "fontanela infantil", y de exhibir una "proverbial torpeza y múltiples rarezas". La peripecia que inicia da pie a una sucesión de escenas donde se citan los más estrafalarios personajes y situaciones.
Lucio podría ser deudor de las extravagancias del célebre
Sandy de Sterne, pero se queda en una aventura ambiciosa y en algunos momentos no muy afortunada.