El ladrón de almas
Charles Baxter
30 abril, 2010 02:00Charles Baxter. Foto: Archivo
La acción se sitúa en el ambiente universitario norteamericano de los años 70. El protagonista, a quien por motivos prácticos se le llamará Nathaniel Mason, recrea, treinta años después, una singular vivencia: un enigmático compañero, Jerome Coolberg, parece apropiarse de la vida de Mason. Este individuo, Coolberg, cuenta acontecimientos ocurridos a Mason como propios e, incluso, contratará a un ladrón para que progresivamente se haga con todos sus objetos personales. Además de vérselas con Coolberg, Mason debe solventar algún que otro tema de índole sentimental, como sus verdaderos sentimientos hacia las dos heroínas de la novela: Jaimie, una lesbiana de la que cree estar enamorado, y Theresa, universitaria como él y que parece hipnotizada por Coolberg. Este enigmático entramado se pulveriza cuando Baxter nos devuelve al momento actual.
Los años de universidad son ahora un lejano recuerdo para Baxter, ejemplar padre de familia, pero la rutina se altera al recibir una llamada de Coolberg, afamado presentador radiofónico, que, como un fantasma, reaparece treinta años después. El desagradable recuerdo de un terrible asalto a Jaimie, que fue violada y golpeada casi hasta la muerte, deja al descubierto la complejidad de lo que entendemos por "realidad", tal vez una onírica ilusión personal.
Como ya he comentado, tal vez la "imperfección" de El ladrón de almas sea su "perfección". Desde un punto de vista académico nada se puede objetar a la novela, y muy especialmente al diseño de su protagonista, Nathaniel Mason. El lector conoce todos sus pormenores; su pasado familiar y la i-nesperada muerte del padre que dejó a su hermana aturdida y posteriormente muda tras un accidente; sus vivencias y creencias durante los años universitarios, propias de un joven de los turbulentos 70; y finalmente los pormenores de su propia familia. Nada se puede reprochar tampoco al elaborado significante con clara vocación intertextual, que tendrá como referente a Gertrude Stein (no en vano, en La autobiografía de Alice Toklas asumió la identidad de su amante), y a Alfred Hitchcock, quien en "Psicosis" también trataba la indebida apropiación de una identidad ajena. Sin embargo, la sensación final, valorando en su justa medida los logros narrativos que van mucho más allá de los mencionados, es la de encontrarnos frente a una novela tal vez demasiado artificiosa. No acabo de encontrar el sentido a la reaparición de Coolberg, treinta años después de los acontecimientos principales. Incluso las explicaciones de Baxter en las últimas páginas me parecen fuegos artificiales. De momento me sigo quedando con esa delicia que es El festín del amor.