Image: Tiempo de vida

Image: Tiempo de vida

Novela

Tiempo de vida

Marcos Giralt Torrente

14 mayo, 2010 02:00

Marcos Giralt Torrente. Foto: Marc Vila

Anagrama, Barcelona, 2010. 208 páginas, 17 euros


Con una frase redonda, de gran efecto, arranca Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) Tiempo de vida: "El mismo año en que mi padre enfermó publiqué una novela en la que lo mataba". Se trata de un apunte suelto perteneciente a un texto que no prosiguió por una situación de desconcierto creativo y enlaza con otro comentario relativo a la génesis de la obra que ahora publica: salió de la parálisis creativa cuando "por fin asumí que sólo me era posible escribir sobre mi padre". Esta es la entraña de su nuevo y emotivo relato.

La comedida obra anterior de Marcos Giralt se basa en un acentuado intimismo y el lector, aun sin conocer datos reales acerca del escritor, sospecha en ella un fuerte autobiografismo. Ocurre en su primera novela, París, donde muestra la peripecia de un joven a quien las zonas sombrías de la historia de sus padres espolean a buscar su pasado. Sucede en la trama de de-savenencias familiares de la segunda, Los seres felices. Tiempo de vida intensifica esta línea con el despojamiento completo de la ficción. Aquí Marcos Giralt aborda directamente el estímulo seminal de su escritura, el peso de las heridas provocadas por una traumática comunicación paterno-filial.

La relación entre padre e hijo aporta la base anecdótica del relato. Con suficiente detallismo, a pesar de su ajustada extensión, el libro cuenta la vida del propio autor y la de sus progenitores, con especial atención al padre a partir de la situación terminal de éste. El autor evoca las raíces familiares, reconstruye el matrimonio de los progenitores que acaba en separación y se refiere a la nueva mujer del padre. El sentimiento de abandono del hijo por parte del padre marca toda la trayectoria. La narración avanza primero rápida y mediante apuntes escuetos y después se remansa en el penoso trance de la enfermedad y muerte del padre. El autor se desnuda a sí mismo y a los suyos. Del padre, pintor de carrera oscilante que alcanzó algún prestigio, hace un retrato complejo, con luces y sombras, y bajo una soterrada fascinación. De la madre, profesional de la comunicación, muestra una estampa entrañada. La segunda mujer del padre encarna una figura negativa merecedora de los trazos de rencor que la dibujan.

Ninguno de los personajes lleva nombre (lo cual paga el precio de reiteraciones estilísticas) y ello avisa de que las anécdotas, interesantes como soporte de unas biografías, apuntan más lejos. No le guía a Giralt el propósito de hacer un cuadro de formas de vida de cierto momento y de cierta clase social, pero no debe desdeñarse este alcance. El núcleo reside en otra cuestión. En parte, en la perentoria necesidad del hijo de sacar una lección vital de sus desentendimientos paralizantes con el padre; y, en parte, en la meta de reafirmar un espacio en el mundo.

El escrito tiene una finalidad liberadora de la obsesiva dependencia que lleva al autor a hurgar en otras obras que hablan de padres e hijos. La liberación se consigue con esta confesión que dista tanto -por citar un par de textos eminentes- de la enconada carta al padre de Kafka como del armisticio sin olvido de ofensas de la carta a la madre de Esther Tusquets. Giralt adopta una postura personal: tras el memorial de agravios, declara la "admiración que perdura" al padre y le dedica "un homenaje de amor".

Aunque Giralt califique Tiempo de vida de "impúdico relato", no va más allá de lo requerido por las exigencias de autenticidad de quien decide solventar amargas vivencias, lo cual hace sin inhibiciones y evitando el exhibicionismo efectista. Es este equilibrio elemento básico de la veracidad confesional. A ello contribuye la narración que muestra sus propias costuras abordando las dudas acerca de cómo tratar tan espinoso motivo. Y resulta definitiva una constante intención formal (deliberadas repeticiones, juego entre párrafos largos y cortos, ritmo lento frente a otro acelerado...) que funciona como un modo de distanciamiento del peligroso patetismo confesional. Tiene el acierto el autor de dejar el artificio en un discreto segundo plano porque así mana directo con fuerza emocionante el discurso de un alma atribulada que busca la paz.