La memoria no es nostalgia
Marian Madrigal
3 diciembre, 2010 01:00José Caballero en los 50
Pero la guerra lo hundió todo, incluido al propio Caballero que se salvó luchando (más bien pintando) en el bando nacional, que no era el suyo, y pagando el precio en la posguerra de estar más de diez años sin pintar -trabajando para el teatro y los espectáculos folclóricos.
En los años 50 empieza propiamente su segunda etapa, aunque se le prohibirá exponer en el extranjero por enemistad personal del mucho tiempo comisario de Exposiciones del Ministerio de Exteriores, Luis González Robles. Pese a ello su éxito, paso a paso, fue creciente y abandonó el surrealismo y la figuración para entrar en diversas etapas experimentales, con un abstracto siempre lírico, desde la geometrización o el informalismo matérico hasta las sensitometrías y el retorno a la obsesión por la muerte de Lorca o la recuperación del mundo poético de Neruda, a quien volvió a ver a menudo en París, y del que ilustró la hermosa carpeta Oceana. También Bergamín y Alberti volvieron a ser cercanos amigos suyos en el Madrid ya de la Transición.
Caballero no pertenecía plenamente al mundo de los que se exiliaron, como Maruja Mallo, pero tampoco su abstracción estaba en la línea de los grupos avanzados de posguerra como Dau al set o El paso, es decir, ni cerca de Tàpies ni tampoco de Millares. José Caballero se movía en un universo semipropio, lleno de inquitudes y de aciertos, pero del que no fue capaz de retirar del todo (aunque se lo propuso) la nostalgia del universo perdido de su juventud y el sufrimiento familiar de la posguerra, pues su familia -por denuncias contra un tío suyo, médico y antaño masón- se había exiliado a Fuerteventura en condiciones nada favorables. Quizá de haberse exiliado el destino y también la labor de Caballero hubiesen sido muy otros. Pero resultó lo que resultó: un importante pintor plural y algo desubicado y esa contínua tentación (suya, de la crítica y del público) por retrotraer siempre cualquier hacer de Caballero al mundo feliz de la anteguerra y a su personal vinculación con Federico García Lorca.
El libro, de fácil y erudita lectura, da sin querer del todo razón a cuanto digo. Pero sitúa a un olvidado José Caballero en el lugar de mérito que sin duda es suyo por valor propio. La autora ha utilizado además diarios y manuscritos autobiográficos del pintor (en buena parte inéditos) lo que otorga a la obra un añadido y notable valor documental. Un libro necesario.