Roberto Bolaño. Foto: Antonio Moreno

Anagrama. Barcelona. 2010. 328 pp. 19'50 euros



La obra de Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003) es como el ave fénix, y su inacabada Los sinsabores del verdadero policía resulta un auténtico volcán literario, en el que sus lectores descubrirán personajes que aparecieron ya en anteriores novelas o relatos, aunque pueda leerse como pieza exenta y casi finalizada. Tiene razón Masoliver Ródenas cuando afirma en su prólogo que "esta conciencia de la muerte, de escribir como un acto de vida, es parte de la biografía del escritor chileno, condenado a una escritura contrarreloj e ilimitada". Algunas características las desvela el propio autor, no sin servirse del humor, en una carta de 1995: "un enredo demencial que no hay quien lo entienda". Pero la novela se entiende y admite, dado el carácter fragmentario habitual que adquieren sus textos, si se asume que el verdadero detective -Bolaño siempre atento a esta actividad en ocasiones tildada de salvaje- corresponde al propio lector o a un Bolaño escritor y lector, a la vez, que demanda de cómplices, como hiciera en su día Cortázar. Esta nueva novela de novelas debe entenderse como literatura derivada de su propia literatura y complacerá a los numerosos lectores que lo convirtieron en escritor de culto y a otros que pueden deleitarse ignorando todavía el resto de su producción que ocupa un primer plano en la actual literatura latinoamericana desde poco antes de su fallecimiento. Ya Carolina López en la coda final admite que en una séptima carpeta figuran "materiales pertenecientes a otro proyecto inacabado". Siempre, sin embargo, ante obras póstumas cabe entender, como aquí, que "los cambios y correcciones efectuados han sido los mínimos imprescindibles". Será ya tarea para los filólogos de mañana, si logran disponer de los materiales y, por el momento, hay que admitir la eficacia de su actual agente Andrew Wylie y la asesoría de Cora Munro.



Sobre la calidad de los textos no cabe discusión posible. Conforma, en muchas de sus páginas, aquel extraño mundo de Bolaño en el que convive el humor, en ocasiones macabro, la violencia, la homosexualidad y alguna que otra desviación sexual, a la vez que la reflexión sobre la memoria, la vida, la crueldad, la miseria, su México y el amor. Tal vez aquí se manifiesten con más claridad algunas de sus fuentes: Borges en sus tópicos (el laberinto, la memoria, el doble, autores y obras imaginarias, etc.), el Faulkner de Santuario, Kafka o los surrealistas franceses, así como los "escritores bárbaros", entre los que pretende situarse. Pero resulta también evidente su preocupación por la poesía (incluida la española y una cierta fijación por Leopoldo María Panero).



Con un provocador catálogo de poetas se inicia precisamente la novela: "Para Padilla, recordaba Amalfitano, existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales. La poesía, en cambio, era absolutamente homosexual. Dentro del inmenso océano de ésta distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos". Alguien podría establecer cierto paralelismo con el conocido poema de Lorca, su "Oda a Walt Withman", pero desde el principio los guiños literarios de Bolaño van a ser constantes y diversos. Tampoco será baladí la relación entre Amalfitano y un joven Padilla, poeta violento y homosexual, interesado por "Barcelona, el sexo, la enfermedad, el crimen". Será Padilla quien se revelará al lector como el íntimo corresponsal de Amalfitano, cuando éste se encuentre ya en Santa Teresa, en México, y aquél, enfermo de sida. Pero su primera relación sexual se produjo cuando el profesor era ya cincuentón y Padilla le visitaba junto a un grupo de jóvenes que le respetaban.



Las confesiones de los personajes nos ofrecen una perspectiva global de cada uno. Amalfitano, por ejemplo, se autoanaliza, tras pasar efímeramente por la universidad de Barcelona y ser expulsado por su homosexualidad. Las circunstancias vitales, como el matrimonio con Edith Lieberman, su tortura en la etapa de Pinochet en Chile o la figura de su hija Rosa que le acompañará a México, serán desarrolladas y hasta reiteradas en otro pasaje, entre sueños (pp. 257 y siguientes). Pero el mecanismo narrativo habitual es parecido a las muñecas rusas. De la acción principal se derivan personajes, de los que se narran historias que, a su vez, originan nuevos relatos. La novela se convierte de este modo en un revoltijo de tiempos y de historias, suma de diálogos inscritos, confesiones, reflexiones más cercanas al ensayo que a la invención en el seno de una atmósfera propia e identificable característica de las mejores obras de Bolaño, distanciada con humor, fundamentada en la literatura, experiencia principal de la vida, interesada en la magia.



Pero el detective/lector no se pierde en este caos aparente, tal vez se aburra en la relación de los argumentos de las novelas de Arcimboldi, unas páginas prescindibles, aunque en ellas aparezca algún detalle que hace suponer que desde allí hubiera podido derivarse otro relato. El breve capítulo dedicado a Rosa Amalfitano no tiene desperdicio, su descubrimiento de Santa Teresa, así como las frustraciones adolescentes de Jordi en Barcelona. Pero Amalfitano se abre en diversas perspectivas. Castillo le conducirá hasta Juan Ponce Esquivel, numerólogo, personaje que ha de permitir ofrecer una verdadera teoría de la historia, incluida la prospectiva. Pero Castillo es un falsificador de la pintura de Larry Rivers. Sus encuentros permitirán teorizar sobre arte, original y copia, lo auténtico y lo falso. La obra parece haberse iniciado en 1999 y, paralela a 2666, también póstuma, deriva de aquella, corre en paralelo y, a la vez, la completa. No es una pieza menor y dada su habitual fragmentación, el hecho de que Bolaño no la diera por finalizada en su totalidad no le resta mérito ni interés. Con ella se acrecentará el mito del autor, fallecido en Barcelona en 2003 en circunstancias dramáticas.