Donde nadie te encuentre
Alicia Giménez Bartlett
11 febrero, 2011 01:00Alicia Giménez Bartlett
El interés de los narradores españoles por el fenómeno del maquis es tardío -posterior al estudio de conjunto que representó la obra de F. Aguado Sánchez El maquis en España (1975)-, pero ofrece muestras excelentes, como las novelas Luna de lobos (1985), de Julio Llamazares, y, sobre todo, La agonía del Búho Chico (1994), de Justo Vila. Para escribir Donde nadie te encuentre Alicia Giménez Bartlett, con la mira puesta en la veracidad de la historia y la fidelidad a los hechos narrados, se ha apoyado en el libro de José Calvo titulado La Pastora. Del monte al mito, profusamente utilizado en los capítulos que recrean, con distinta grafía, las confesiones íntimas del personaje -y que, hay que decirlo, constituyen lo más valioso de la narración, incluso por el cuidado estilístico en la reproducción del habla oral-, mientras que ha organizado la ficción en torno a dos personajes que buscan a la Pastora: el doctor Nourissier, psiquiatra francés empeñado en estudiar tipologías de delincuentes, y el periodista Carlos Infante, que le servirá de guía por los agrestes parajes del Maestrazgo.
Esta pareja, que, con sus desavenencias incluidas, reproduce en muchos momentos el esquema narrativo de Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón, hace lo mismo que los policías: ir de un lado a otro tratando de esclarecer un misterio, que en este caso consiste en averiguar la existencia de la Pastora y su posible paradero. Es, pues, un relato itinerante -y a veces repetitivo-, con escuetos toques paisajísticos y con una galería de personajes de los que se intenta obtener información, entre los que destacan Ramos, el médico de Catí, y el juez Santillana. Sólo que, para dotarlos de mayor relieve, la autora ha utilizado recursos muy pobres, como acentuar la homosexualidad del primero o las proclamas del juez contra el régimen y la agresión que sufre. En general, la novela peca por sus excesos: para acentuar el miedo colectivo se recurre a demasiados personajes delatores o con doblez, hasta llegar a los dos últimos, que bordean la truculencia; los diálogos y las trifulcas entre el francés y Carlos son a menudo ejemplos de artificiosidad innecesaria, lejanos de los coloquios de Petra Delicado y su ayudante. Y algunos rasgos que podemos considerar caracterizadores de época presentan numerosos desajustes. En los años 50, un maestro aduce que, por razones políticas, no puede mencionar a García Lorca ni Antonio Machado en sus clases; pero desde varios años antes había ediciones españolas de ambos autores: dos antologías lorquianas (de Taxonera y Entrambasaguas), las ediciones de Machado de Ridruejo y Sáinz de Robles y la conjunta de Antonio y Manuel en un volumen de pretendidas obras completas. Hace medio siglo, Carlos no puede decir "la cultura de la delación" (p. 72), cursi giro cuyo nacimiento es posterior, ni María José hablar (p.333) de "amante" y no de ‘querida'.
Tampoco en esos años la expresión que se cita como equivalente de "buscar las cosquillas" (p. 68) lo era aún. Pero, además de estos y otros anacronismos lingüísticos, hay demasiadas frases vacías o tópicas (en la plaza de Cataluña "la gente se movía al impulso de sus propios problemas", p. 13; "le dio un vuelco el corazón", p. 41) y varios inaceptables deslices de otra índole: "mi amigo nos espera en un cuarto de hora" (p. 41), construcción que incluso la Academia rechaza, y otras que rechaza el más elemental sentido idiomático. ¿Cómo puede afirmarse de alguien que "se autoflagela" (p. 278)? Sería como decir "se autolava" o "se autoafeita". Y es más rechazable aún escribir "no se dignó siquiera a volver la cara" (p. 281), ejemplo cada vez más habitual de destrozo sintáctico.