Ángela Vallvey. Foto: Javi Martínez

Destino. Barcelona, 2011. 541 páginas, 20'50 euros



Ángela Vallvey (San Lorenzo de Calatrava -Ciudad Real-, 1964) ha publicado una docena larga de novelas en quince años, lo que acredita su laboriosidad, independientemente del logro estético en cada caso. El hombre del corazón negro tiene como marco temático la presencia de las mafias del Este en España, asunto sobre el que existen muchos datos, documentales y reportajes, informes y procesos judiciales, pero también muchos más enigmas que descifrar. Sea como fuere, la autora no ha pretendido usurpar la tarea de la crónica o del informe policial, sino crear una novela de personajes, una "historia de historias"que acogiera un retablo de tipos -emigrados rusos, chechenos, georgianos, ucranianos (algunos convertidos en potentados y otros en sicarios), policías, jueces-, cada uno con su trayectoria personal y sus circunstancias, que confluyen en torno a una investigación judicial en el Madrid de nuestros días.



Con capítulos encabezados por el nombre del personaje que los protagoniza y que permiten analepsis temporales para evocar sus orígenes, el lector asiste a la reconstrucción de algunas vidas de orientación dispar: Mischa, un pícaro formado en las calles moscovitas y transformado en próspero hombre de negocios; la moldava Polina, que ha sufrido el infierno de la trata de blancas; Feruza, ucraniana superviviente de Chernóbil; Sigrid, la policía mulata tempranamente escéptica; el juez Marcos Drabina, que instruye el caso de una extraña desaparición. Y más personajes de menor entidad, como el comisario Férriz o los sicarios Kakis y Gorilla.



El planteamiento es ambicioso, y la autora ha cuidado detalles caracterizadores que reforzaran la verosimilitud de lo narrado -precisiones topográficas de ciudades como Estambul, Moscú o Roma, abundantes palabras en ruso y otras lenguas-, no siempre pertinentes (¿para qué citar en p. 320 la tienda de Dublín donde un personaje secundario compró una bolsa barata?). Pero la entidad psicológica de los personajes tiene escasa consistencia y se acerca demasiado a rasgos estereotipados y previsibles de la literatura popular, acompañados de continuas informaciones del narrador omnisciente sobre sus pensamientos y sensaciones, lo que acaba ahogando su personalidad narrativa, suplida por la versión del narrador.



Los capítulos finales están llenos, por otra parte, de historias que se diluyen sin más, como las de Feruza y Polina, o de pasajes que caen en el ternurismo de la novela rosa; así, algunas escenas entre Marcos y Sigrid, o la carta que a ésta le deja su madre (pp. 523-525) antes de esfumarse sin lógica alguna. Antes, la trifulca entre Sigrid y Férriz (pp. 239-240) es increíble entre jefe y subordinada. Y existen no pocas contradicciones en detalles del relato. Así, se afirma (p. 59) que el canal de Ferghana va "serpenteando en el yermo", para anotar que se halla bordeado de álamos y está "rodeado de huertas de albaricoqueros, melonares, viñas de uva moscatel y soberbios campos de algodón", lo que no parece corresponder a un yermo. Vasile tenía "el pelo y los ojos oscuros, la cara afilada, los pómulos altos y la mirada torva, pero se encontraba relajado en tan buen ambiente" (p. 316, con un "pero" incomprensible). Sigrid escribe a máquina y, "como no era demasiado buena con la taquigrafía, se veía obligada a usar un corrector una o dos veces por línea" (p. 132). Hay símiles poco afortunados: "Las cejas […] acompañaban a sus ojos como la vaina al fruto de la legumbre" (p. 86; ¿cubriéndolos por completo?), o desvaídos por su vaguedad: Sigrid experimenta una congoja que es "algo muy parecido a la piedad y a la compasión. Y a la angustia, y a la locura" (p. 74). Más graves son ciertas erosiones gramaticales: errores en la concordancia de género ("todo el hambre", p. 64; "pus reseca", p. 167), o en el uso de prefijos (un hotel "al que sus propietarios autoconcedían magnánimamente siete estrellas", p. 454); impropiedades semánticas (cadáveres "de rostro cerúleo" [que en realidad significa ‘azul'], p. 374; "hacerle mascar la realidad, morder el polvo del suelo para conseguir vislumbrar la verdad", p. 145); construcciones rechazables ("jamás se dignaba a quedarse a dormir", p. 56, o bien "[la economía] hace aguas por todos lados en Europa", p. 37, hecho que sería alarmante si no fuera imposible). La obra hubiera necesitado una reescritura a fondo.