Joaquín Berges. Foto: Carlos Urzainqui

Tusquets. Barcelona, 2011. 296 páginas. 18 euros



El título de esta segunda novela de Joaquín Berges (Zaragoza, 1965) trae a la memoria, casi inevitablemente, el de una memorable película de Frank Capra, Vive como quieras (You Can't Take It with You, 1938), que, además, se cita en el texto, al igual que las antiguas películas de Harold Lloyd y sus alocadas persecuciones, y nos sitúa en el ámbito de la comedia. Al igual que la obra con que el escritor zaragozano se dio a conocer, El club de los estrellados (2009), esta nueva narración pertenece a la modalidad genérica que podemos clasificar como literatura de humor, no muy abundante entre nosotros a lo largo de los últimos decenios, cuando los novelistas parecen más aficionados a fruncir el ceño y ponerse trascendentes. Tras las aportaciones narrativas del grupo de La Codorniz y sus derivaciones, y exceptuando a escritores como Ángel Palomino y Miguel Martín, sólo podemos contar con algún título aislado (así, Mi país es tu piel, de Alberto Miralles) y con algún escritor capaz de crear situaciones hilarantes con excelente literatura, como Fernando Aramburu, aunque ésta sea solamente una de sus facetas. Por lo demás, y volviendo a Berges, la comedia clásica norteamericana (Capra, Hawks) y cierta literatura de los humoristas británicos herederos de Wodehouse, como David Lodge o Tom Sharpe, parecen ser sus puntos de referencia más evidentes.



Es precisamente en esta fuerza cómica, en esta capacidad para descubrir los aspectos más risibles de personas y conductas donde residen las mayores virtudes de Joaquín Berges como narrador y del discurso de Luis Ruiz, que es, en realidad, un diario discontinuo del personaje -excéntrico, como los demás- que sostiene y construye el relato Episodios de resultado imprevisible, como el del caldo tomado apresuradamente (pp.125 ss.), la pastilla de éxtasis ingerida por error (pp.102-103) o el paseo por la playa nudista (pp. 149 ss.), así como la enumeración de desastres causados por la impericia de Luis en las tareas domésticas (p. 71) o las sátiras del ecologismo y de la dietética y las titubeantes relaciones amorosas del personaje, nada tienen que envidiar al encadenamiento de irrisorias calamidades que ofrecen muchos pasajes de Sharpe. La escena de la fiesta de cumpleaños y las entradas y salidas de Pablo transmutado en payaso proceden de la más pura tradición del vodevil, y tienen más calado humorístico que muchos chistes e ingeniosidades que aproximan demasiado el discurso, en algunos momentos, a los monólogos cómicos, tendencia que el autor debería reprimir. Y algunos elementos recuerdan otros de la novela anterior, ya mencionada (El club de los estrellados), como la presencia de la madre o la noche que pasa Luis en el calabozo. También los diálogos de los niños alcanzan cotas elevadas de humor y comicidad, que comienza con sus nombres, productos del delirio de "un ex hippy trasnochado" y de su "particular cosmogonía de la vida" (p. 36): se llaman Valle del Indo y Everest, lo cual hace que, como confiesa Luis, "mi libro de familia, en vez de un documento oficial, parezca un atlas de geografía física" (p. 37). Por el contrario, los motivos dramáticos, como las dos muertes sobrevenidas en la historia, encajan difícilmente en esta visión arrolladoramente festiva que preside situaciones y personajes, porque obligan a cambiar el tono y hasta el lenguaje, preciso pero desenfadado, utilizado habitualmente, donde la imagen de Luis en el espejo es un "clon reflejado" o un "clon imbécil", pero sirve para representar un alter ego del personaje que no es sino la voz de su conciencia.



Novela divertida, con humor de buena ley que Berges deberá ir puliendo, extirpando los chistes fáciles a que lo conduce su innata facilidad, a fin de que, en obras posteriores, la situación grotesca prevalezca sobre la pasajera ingeniosidad verbal.