Horacio Castellanos Moya. Foto: Antonio Moreno

Tusquets, Barcelona 2011. 272 páginas, 18 euros



Si hay un narrador en el panorama hispanoamericano que se demuestra versátil con cada nuevo libro, es Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957). Basta comparar aquel experimento bernhardiano que era la novela El asco, el intimismo desesperado de sus excelentes relatos de Con la congoja de la pasada tormenta y esta nueva obra: La sirvienta y el luchador, en la que se traslada hasta el ambiente de El Salvador de los terribles años 80 para escribir un texto tan tremendo y brutal, como sólido y convincente.



No hay fisuras narrativas en esta historia trepidante poblada de policías facinerosos, paramilitares, disturbios callejeros, ametrallamientos y guerrilleros del FPL. El lector queda enganchado y concernido desde la página uno (en ese mesón-comedor de la gorda Rita y Marilú, repleto de verdugos en tiempo libre) hasta el desarrollo final, página 267, donde se cierran con tanta habilidad la multiplicidad de líneas planteadas.



Esta es una durísima novela acerca de los abusos de poder y la vulneración de los derechos humanos, donde el "Palacio Negro", cuartel central de la policía, con sus infernales sótanos de tortura, parece erigirse como metáfora de la barbarie que asoló y asuela el continente americano. El ir y venir de las patrullas de macabros jeeps, produce escalofríos en el lector. Gran personaje, perfectamente perfilado, es ese Vikingo, policía y antiguo luchador, mortalmente enfermo ("Aquí todos tenemos la muerte en la cara", p.16) y extrañamente hermosa resulta su dialéctica con la otra figura prin- cipal, el polo del bien: la sirvienta Maria Elena, que atendió a tres generaciones de una misma familia. No encontraremos aquí la poesía existencial de Con la congoja de la pasada tormenta, sino una denuncia poderosa de los métodos de una policía estatal entrenada a conciencia para la masacre.



La trama gira en torno a la desaparición de su domicilio de una pareja joven (Albertico y su novia danesa Brita, "a gringa" y a las pesquisas que la criada inicia, sin sospechar que su búsqueda de la verdad y de la justicia (la misma de un Monseñor Romero al que se alude en repetidas ocasiones) traerá consecuencias personales y familiares y revelará otros tantos secretos. "Pero ya nadie está a salvo", constatará en p. 65, en medio de la irracionalidad de todos contra todos. Novela brillante, diálogos atentos a los registros del habla y buen suspense mantenido. Pero, sobre todo, un texto necesario contra la insensibilidad y el olvido de las injusticias.