Alejandro Zambra. Foto: Domènec Umbert

Anagrama. 164 pp., 15 euros



Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) pertenece a la joven generación de escritores chilenos que no conocieron directamente -o vivieron tan sólo como niños- los tenebrosos años de la dictadura de Augusto Pinochet, tras el golpe militar contra el gobierno de Salvador Allende en 1973. Cuando vuelven la vista atrás intentando novelar su infancia, lo que recuerdan son hechos sueltos, pequeños sucesos opacos, porque "lo que se adhiere a la memoria son esos pequeños fragmentos extraños que no tienen principio ni fin" (p. 150).



Formas de volver a casa conjuga dos planos temporales, en ninguno de los cuales se ocultan las evidentes correspondencias entre el narrador homodiegético y el autor del relato: el pasado, visto desde la perspectiva de un niño de seis u ocho años, y el presente adulto, que reconstruye aquel pasado desde la perspectiva actual, cuando el narrador participa con poca fe en las elecciones que dieron el triunfo a Sebastián Piñera (diciembre de 2009), lo que nos sitúa en los meses de la composición de la obra, concluida en febrero de 2010. Esa dualidad cronológica podría explicar el hecho de que alguna escena se cuente dos veces (págs. 78-80 y 132-134), si no fuera porque ambas acciones no aparecen claramente delimitadas, ya que en el primer relato el niño es tan sólo una referencia ya lejana. El plano temporal del personaje adulto -profesor de literatura, además, como el autor-ofrece, por tanto, la inmediatez cronística de lo que se relata al compás de los hechos, y acentúa el carácter deliberadamente testimonial de la novela, que es también crónica fragmentaria de una dictadura contemplada -y luego evocada- con una retina infantil, incapaz por ello de comprender los datos esenciales de una realidad atroz. La extraña conducta de Claudia, sus encargos de vigilar a Raúl y la enigmática visitante de éste, todo lo que se narra, en suma, a lo largo de la primera parte de las cuatro en que se divide la novela, encaja adecuadamente en la perspectiva infantil desde la que se cuenta -a medias- la historia y contiene los mayores aciertos narrativos de Alejandro Zambra.



Cuando, más adelante, la actualidad penetra en las páginas del texto, y también ciertas modalidades técnicas, como el metarrelato -ya que en varios momentos la novela que se está escribiendo se convierte en motivo de la obra- y los pequeños misterios de antaño van descubriéndose, la novela pierde en cierto modo ese extraño encanto virginal, como el de un Bildungsroman naciente, que sustentaba la primera mitad de Formas de volver a casa.



Lo que sucede es que este cambio de tonalidad no hace tambalearse el conjunto, porque Alejandro Zambra escribe con sutileza y habilidad, con un estilo que parece aprendido en la escuela de Hemingway, y posee la destreza suficiente para mantener la atención del lector hasta cuando el personaje del narrador pierde interés a medida que cumple años, e incluso cuando deja al descubierto los vaivenes de la propia escritura: "Alejo y acerco al narrador. Y no avanzo. No voy a avanzar. Cambio de escenarios. Borro. Borro muchísimo [...] Escribo versos y descubro que eso era todo: recordar las imágenes en plenitud" (pág. 161). Imágenes nítidas y perdurables, sensaciones fragmentarias y a veces borrosas, intento de reconstrucción de un pasado que no puede ser "el de los mayores", sino únicamente el vivido en persona, por incompleto que sea su recuerdo: he aquí las claves de una novela notable, que podría haberlo sido más con una construcción más rigurosa.