Jordi Soler. Foto: Jordi Soteras
El escritor mexicano Jordi Soler (Veracruz, 1963) mezcla en sus narraciones realidad y ficción, pero de un modo muy peculiar. La literatura forma parte esencial de sus historias, y el narrador ofrece muchos puntos de contacto con el autor, de tal manera que, como sucede a menudo, por ejemplo, en la obra de Enrique Vila-Matas, el relato se balancea entre la crónica y lo inventado en proporciones no siempre fáciles de estimar. Aquí, el narrador es un diplomático mexicano destacado como agregado cultural en la embajada de su país en Dublín -como lo estuvo el autor-, y además, como el autor, fervoroso lector de Joyce, al que hay varias referencias, así como también a la Orden del Finnegans, a la que pertenece igualmente Soler. El diplomático se halla preparando una edición de poemas de Antonin Artaud, y una circunstancia fortuita le permite reconstruir el recorrido que Artaud hizo por Irlanda poco antes de ser recluido en un manicomio. Una prolongada analepsis permite igualmente evocar el viaje de Artaud a México y su encuentro con la tribu indígena de los tarahumaras, sobre los que escribió un libro (1945). Hay, pues, en la historia narrada numerosos elementos que responden a hechos reales, y la literatura, con Artaud como centro y con algún personaje diseñado con perfil estrafalario, como los poetas gaélicos Lear McManus y Pat Boran, se erige en tema medular de la narración.A partir de ahí, la ficción destiñe sobre el conjunto una fina capa de humor, que comienza con la caricatura de algunos personajes, como el propio McManus, el estrambótico monsieur Lapin y su mujer o el chófer de la embajada, y encadena peripecias con escenas hilarantes, como la visita nocturna al Hospital de san Juan de Dios, con los viajeros tirando de una Delfina incoherente y empapada en alcohol, o el viaje a Irlanda del Norte, en el que Jack ensaya con el narrador, como en un psicodrama rodante, la confesión de su condición de homosexual que proyecta hacerle a su padre.
La pupila satírica de un Swift se cierne sobre esta visión de los paisajes grises y lluviosos, de los pubs llenos de bebedores entusiastas, de las actividades culturales organizadas, sea en el Instituto Cervantes o en el Centro Pompidou, de las naderías del trabajo diplomático -ejemplificadas en la donación por parte de la embajada de una pieza escultórica original de un amigo del embajador y colocada finalmente en un emplazamiento absurdo- y de muchas otras insignificancias que tienden a relegar la obra de un autor, que es lo que importa, desplazándola para sustituirla por anécdotas -como toda la complicada historia del bastón de san Patricio- que nada quitan ni añaden a la literatura, que es a la postre lo que triunfa y perdura -e incluso lo que devora-, como lo muestra el destino del agregado cultural, convertido en un personaje que deambula por París y que ha adquirido, sin percatarse de ello el estilo, la conducta y las formas de relación de aquel Artaud que constituyó durante años el objeto primordial de su estudio y sus preocupaciones, hasta el punto de que sus últimas palabras en la novela, reproducidas parcialmente en el título, son también las palabras del Artaud más altivo y enajenado.
Jordi Soler es un buen escritor. Acaso necesite apartarse de la literatura y zambullirse en vidas no escritas para tantear adecuadamente el alcance de unas condiciones que sin duda posee.
PALABRA DE AUTOR
-¿Cómo combina ficción y no ficción sin desafinar?
-Supongo que con una mezcla de experiencia e instinto, llega un momento mágico en que todas las piezas de la obra cuadran, hacen ¡click!.
-¿Qué tiene de autobiográfica la novela?
-Yo, igual que el narrador de mi novela, fui diplomático en Dublín, y estuve expuesto a los sinsa-bores del agregado cultural. También tengo un gran aprecio por Artaud y me entusiasman esos mismos elementos en desuso que le entusiasman a él.
-¿Quién pesa más en su obra, Vila-Matas, Artaud o Joyce?
-Artaud me encanta pero me siento muy lejos de él, y Joyce es un escritor que adoro, lo miro muy arriba y de soslayo, como si fuera el sol. En cambio con Vila-Matas tengo mucha cercanía, somos amigos desde hace 20 años, pertenecemos a la misma orden de caballería; soy, desde La historia abreviada de la literatura portatil, muy forofo de sus libros.