Arturo Pérez Reverte

Alfaguara. 365 pp., 19'50 e.

15 años han pasado por Alatriste desde su aparición. Llega la serie a esta fecha igual de fresca e interesante, pero mejorada.

Con tanta popularidad a las espaldas, sería ofensivo dar noticia informativa sobre el capitán Alatriste. Al igual que en las entregas precedentes de las andanzas de la feliz criatura literaria alumbrada por Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), en la nueva se ve también complicado en una enrevesada situación político militar que en esta ocasión tiene escenario principal en Venecia. La historia se sujeta a un núcleo central muy estricto, del que nada más se desvía en contadas ocasiones por aquello de seguir el antiguo principio de la variedad: alguna evocación del pasado o el apunte sobre la muerte del "héroe" en 1643, en Rocroi, ocaso del imperio español.



Ahora estamos en 1627 y la acción se concentra en unas pocas fechas alrededor de sus navidades, salvo un corto tiempo anterior que refiere cómo y por qué desembarca el soldado de fortuna en la ciudad ducal. El eje anecdótico puede resumirse en escasas palabras: la monarquía española ha tramado una arriesgada conspiración para asesinar al dogo veneciano, en exceso proclive a un papado y una Francia hostiles, y sustituirlo por otro más propicio a sus intereses. En la conjura, Alatriste desempeña un papel importante. Aunque el suceso tenga vago soporte real, según aclara una nota, el autor corre en esta ocasión el riesgo de afrontar un hecho hipotético dentro de una ideación respetuosa con el verismo histórico. Sale bien librado del reto gracias a su malicia literaria, de modo que el suceso encaja sin reservas dentro de lo que históricamente pudo ocurrir, y, aunque tensa la situación hasta un punto complicado de desanudar, resuelve el lance con destreza de manera que Alatriste queda disponible para un próximo cometido. Eso sí, con otra herida más del alma, que es, de lo que viene hablando Pérez- Reverte en su serie, solo en apariencia inocente.



El ambiente cálido, un entorno familiar donde uno se mueve entre conocidos de muy vario pelaje y condición, propio de las sagas narrativas de la literatura popular se conserva en El puente de los suspiros. Apenas empezada la novela reencontramos a amigos y adversarios del espadachín: Quevedo, las gentes que han compartido con él pasadas peripecias (Sebastián Copons o el moro Gurriato), el sicario Malatesta y, por supuesto, el joven Íñigo de Balboa. También se confirman los rasgos y recursos previsibles en un relato de aventuras, adobado ahora con productivas dosis de misterio: sorpresas, duelos o amoríos. Todo ello bajo la desiderata de cultivar sin prejuicios, el antiquísimo gusto por contar y buscando sin inhibiciones la lectura placentera y entretenida, criterio irrenunciable de la poética de Pérez-Reverte.



Estos principios, de sobra sabidos en el género del folletín que acoge el ciclo de Alatriste, no se siguen, sin embargo, de forma mimética ni mostrenca y a cada poco se nos sorprende con grandes aciertos constructivos o de contenido: aquí un matiz en la caracterización psicológica básica de los personajes que les proporciona hondura, allí la plasticidad de una descripción, en otro momento la fortuna de convertir el decorado de una brumosa y gélida Venecia en alegoría del engaño, o, en fin, en cierto lugar el diálogo sincero y hondo, revelador de muy callados secretos del corazón, de los dos enemigos jurados, Alatristre y Malatesta, un pasaje estupendo, en la cima de las mejo- res páginas de Pérez-Reverte.



Íñigo cuenta las peripecias desde una primera persona que desborda su limitada perspectiva, la inexcusable del testigo, y actúa como el narrador omnisciente que dice también lo que no sabe o le es inaccesible, como los pensamientos íntimos del personaje. Ya he expuesto este reparo, que Pérez-Reverte no admite, respecto de entregas anteriores y en ésta ejecuta el procedimiento con tanta intensidad que produce efectos negativos. El arrastre del argumento arrincona, sin embargo, esta discutible decisión técnica y sobre ella se impone la abarcadora voz que habla desde una rememorativa ancianidad, lo cual permite al narrador proyectar un sentido cabal y amplio a las aventuras de su padrino. Al retablo temático construido con las anécdotas de los diferentes títulos, El puente... viene a sumar la experiencia moral del engaño y la indefensión del individuo frente a poderes ominosos. Por ello, ahora el esquema literario está más cerca del relato de misterio actual que del folletín decimonónico. Con mano maestra Pérez-Reverte nos acerca a una reflexión sobre la realidad más próxima a Le Carré que a Dumas.



Quince años han pasado por Alatriste desde su aparición. Llega la serie a esta fecha igual de fresca, interesante y entretenida que en su nacimiento. Y además, mejorada. Menos retórica, menos efectista. Más exacta y contenida en la lengua, más precisa en el mecanismo de su composición. Un poso de equilibrio y mesura clásicos acompañan a la seducción de la aventura en la séptima salida del reconcentrado espadachín.