Mondadori. Barcelona, 2012. 139 ppáginas. 15'90 euros

Esta tercera novela de Javier Gutiérrez (Madrid, 1974) evoca, mediante la agrupación de varios personajes, el mundo de los aficionados a la música pop en el Madrid de Malasaña de los años 90, y de hecho sus cinco partes están encabezadas por títulos de discos de la época. El relato, narrado casi todo él en segunda persona, tiene como personaje central a Rubén Polo, componente de un grupo de amigos que diez años atrás trataron de formar un conjunto musical que acabó disolviéndose tras un dramático percance cuya naturaleza no se descubre por completo hasta el final.



El reencuentro fortuito entre Rubén y Blanca, su antigua compañera de grupo, reaviva los recuerdos de ambos y también la pesadumbre que arrastra Rubén y que sitúa la conciencia de culpa en el centro temático de la narración. La historia de los tiempos preliminares del grupo, con los primeros conciertos, la vida desenfrenada de alcohol, estimulantes y violaciones propiciadas por las drogas, va poco a poco desvelándose mediante un relato en el que se cruzan conversaciones diferentes, con informaciones que van y vienen, sin respetar un orden cronológico escrupuloso, donde la voz de un narrador impersonal se mezcla con el relato en segunda persona, con las confesiones de Rubén ante el psicólogo al que acude tratando de recomponer su estado anímico y con algunas escenas que se reiteran con diferencias mínimas a consecuencia del cambio de perspectiva narrativa. Estos cruces temporales, que ponen al descubierto a un atento lector de obras como Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa, constituyen un alarde técnico bien sostenido que se halla, en el balance global de la obra, muy por encima de la historia propiamente dicha, cuyo núcleo temático, por grave y verosímil que sea, no es suficiente para mantener el relato sin desfallecimiento alguno. Los personajes, de perfiles un tanto desdibujados, son casi arquetipos consabidos -los gemelos, Nacho, Blanca, Chino-, y sólo Rubén muestra algunos contornos psicológicos más nítidos, aunque su empeño por ocultar hasta el último momento el secreto que oculta ofrece en algún momento el peligro de inclinar la novela más hacia la vertiente del relato de misterio -lo que desvirtúa el vector esencial de la obra y rebaja el valor íntimo del personaje- que hacia la propiamente psicológica, que es el terreno en que se desarrolla la historia.



Un buen chico no es una novela desdeñable, aunque exista un palpable desequilibrio entre la habilidad técnica de su construcción -un tanto mimética-, que delata la presencia indudable de un narrador con posibilidades, y los elementos imaginativos de la historia, poco originales, por mucho que en ellos se trasluzcan experiencias vivivas.