Andrés Ibáñez. Foto: Carlos Miralles

Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2012. 240 páginas, 23 euros

Nada importa a qué género pertenezca una obra literaria en estos tiempos postmodernos que tienen a gala dinamitar las rígidas fronteras anteriores. El primer rasgo, además de un mérito sobresaliente, de La lluvia de los inocentes es su indefinición genérica. La sobrecubierta del libro la califica de novela. Sin embargo, el contenido cuestiona tal descripción sin matices. A ratos parece una biografía, a ratos una miscelánea de ensayos culturales y a ratos reportaje histórico. A la vez, cabe entender su sentido global como una auténtica ficción. Es por este carácter mestizo de la obra por lo que Andrés Ibáñez (Madrid, 1961) ha conseguido un escrito de verdad personal.



Cada uno de dichos componentes del libro tiene su peso específico, sin que ninguno se lleve la parte del león. Más bien la gracia está en su afortunada conjunción de la que sale un relato novelesco de notable interés testimonial. En ese relato, llama primero la atención el protagonista, un tal Mateo que asume al comienzo y en otros varios momentos clave el papel de narrador. Mateo se desplaza a la casa familiar para rescatar el pasado de sus padres y recuperar una novela perdida que escribió en la adolescencia. Enseguida, pero en tercera persona, se refiere su vida: estudios en centros madrileños (instituto Ramiro de Maeztu y Universidad Autónoma), amigos, lecturas, películas y música, vacaciones, ocupación laboral de la familia, despertar sentimental, carácter solitario...



En suma, apuntes de un personaje novelesco, solo que Mateo hizo siendo niño una versión del Quijote y ese mismo dato se atribuye en la solapa del libro al propio Andrés Ibáñez. O sea: biografía imaginaria y autobiografía se funden en un fluir narrativo unitario que desemboca en la educación del artista adolescente. Mateo se convierte en hipóstasis del autor, y éste aparece mediante referencias a personas reales e incluso remitiendo a su propia obra, pues buena parte de la anécdota se emplaza en la misma juanramoniana "colina de los chopos" donde sucedía la acción de su primera novela, La música del mundo (1995).



Este diseño da un sentido específico a los otros materiales, los noticiosos y costumbristas. La crónica histórica recrea aspectos de hace tres decenios: la reacción popular a la muerte de Franco, las incertidumbres del postfranquismo, el sistema educativo, el funcionariado, las letras y el teatro en los años 70 y otros fenómenos de época. Las digresiones en apariencia pegadizas y que a veces alcanzan nivel de ensayos abundan: sobre la homosexualidad, el erotismo y la pornografía, sobre el cómic o sobre literatura (Borges, Cortázar y Rayuela) y música (Wagner, el jazz).



Un retrato individual, el del protagonista, sirve, sin perder su interés intrínseco, como soporte a un conjunto de experiencias que lo convierten en representante de una concreta promoción histórica. El propio relato lo señala: la madurez vital de Mateo-Andrés Ibáñez coincidió con la de España, la del estirón que produjo el paso de la democracia niña a la democracia mayor de edad. La evocación se atiene a un registro expositivo, perlado de inteligentes y sofisticadas apreciaciones artísticas, que a veces se anima con el humor -magnífico pasaje satírico el dedicado al profesor Rodríguez Puértolas-). Pero el tono general es cordial, incluso emotivo, lo que impregna de calidez vivencial esta original, cultísima y muy interesante fábula/crónica de las gentes que se hicieron mayores en los años de la Transición.