Para el público español, como para quien suscribe esta reseña, Macaulay (1881-1958) era una perfecta desconocida hasta la fecha. La contra no tarda en dar cuenta de lo fructífero de sus amistades: Forster, Virginia Woolf, Vita Sackville-West, Auden... Sin duda, Macaulay tiene todo el aire de esos tiempos y de sus contemporáneos: es culta, perspicaz y elegante, pero además es compasiva, sabia y tiene un sentido del humor a prueba de bombas.
La trama no puede ser más sencilla y es muy consciente del género al que pertenece, el de la novela de aventuras. La comitiva compuesta por Laurie, la narradora, la excéntrica tía Dot y el padre Chantry-Pigg se lanzan a un delirante viaje que les llevará a cruzar Turquía tratando de ganar almas para la Iglesia de Inglaterra. El simple hecho de que la tía Dot parezca más interesada en "liberar a la mujer turca" que en otra cosa, el padre Chantry-Pigg en visitar excavaciones e iglesias y la protagonista en sus propios devaneos hace que la comitiva pierda su rumbo desde el primer minuto. Un camello loco (de amor), una muerte accidental, una conversa al cristianismo que no puede casarse para no regresar al Islam, hacen el resto. Lo deslumbrante de esta novela es que se asiste a cada uno de los episodios deseando verlos filtrados por la conciencia amablemente cínica y un poco enloquecida de Laurie y con la misma impaciencia con la que lo haríamos si estuviésemos haciendo nosotros ese viaje.
Rose Macaulay tuvo a bien escribir 350 páginas. Con el mismo placer que se leen, se habrían leído otras tantas si hubiese querido hacer crecer las aventuras. Las torres de Trebisonda tiene el encanto de las narraciones que uno desearía hacer durar siempre.