El narrador protagonista de Nosotros los animales presenta similitudes evidentes con Torres, aunque sobre esto no abriré el clásico, y aburrido, melón especulativo de la relación entre realidad, ficción y etcétera. Digamos, en todo caso, que el autor no inventa nada al apostar por el fragmentarismo para reproducir la difícil consistencia de la memoria, ni al combinar ternura y crudeza. Dado que narrar la historia de una familia americana de raíces inmigrantes tampoco supone precisamente una novedad, la primera tentación es la de conceder escasa importancia al libro. Pues sería un error: pese al aroma de cliché que asalta al lector de vez en cuando, las pretensiones de algunos excesos líricos o la limitada (que no minúscula) envergadura que alcanza el conjunto, aquí late un fondo de verdad emocionante. Arrastrado por la fe en su prosa y el amor por sus personajes, Torres alumbra, aquí y allá, pequeñas revelaciones, marcadas por una idea bellísima: la redención mediante el estilo.
Veamos: a mí me deja indiferente que el narrador empiece usando la primera persona del plural para luego, cuando completa su aprendizaje, saltar a la primera del singular. Ese paso del "nosotros" al "yo" tal vez es eficaz, pero también rutinario. Una buena técnica de mampostería, poco más. Ocurre así con todos sus recursos estrictamente narrativos del volumen. Pero hay en Nosotros los animales un hermoso desequilibrio que sí me seduce: el que se da entre la realidad mostrada, más bien salvaje y desde luego fea (pobretona, instintiva, hecha de botas de trabajo que cubren las uñas, pintadas de rojo tristísimo, de una mujer joven echada a perder), y la elegancia compasiva con que el autor la evoca.
Vean al padre bailando en la cocina, revelando de pronto una gracia insospechada en su barriga obrera; escuchen los cánticos en el coche, el "silencioso milagro" de una botella que cae sin hacer ruido, los encontronazos de una pareja que no sabe por qué pelea ni por qué se enzarza en el sexo. Y presten atención, insisto, a la elegancia de Torres, que nunca cae en el único cliché que habría sido realmente mortal para su libro: el sociológico, o ideológico. En esta familia caben muchas familias. Caben en lo que vemos, pero más aún en los intersticios que el autor va dejando. Ello se debe a que su mirada está henchida de amor y de miedo (una palabra frecuente en el texto).
Aunque quisiera puntualizar dos cosas: primero, que Torres es mejor cuando evita ponerse estupendo. Algunas escenas sólo podría filmarlas un Terrence Malick en pleno arrebato de trascendencia egótica, y algunas metáforas (el zoo) resultan reiterativas. A veces el autor sobrecarga de significado los gestos o los hechos, que entonces revientan como fruta madura. Es lo que ocurre, creo, con el capítulo de la fosa en el jardín, por ejemplo. Y segundo, que ésta no es solo una novela sobre la familia sino, más exactamente, sobre la alteridad. "Nosotros" es una entidad diversa de la comunidad blanca que envuelve a sus miembros; "yo", una entidad diversa de "nosotros" y del mundo. El giro final de Nosotros los animales, para mí inesperado, pone sobre la mesa un conflicto de identidad muy concreto. Lo hace con honestidad y emoción, y sospecho que anuncia el camino que explorará en el futuro inmediato Justin Torres. Sea o no cierto, seguiremos a la joven promesa: hay buenas razones.