Fernando Vallejo. Foto: FIG
Tras el impacto de una hermosa e inquietante puesta en escena, en el cementerio parisino de Père-Lachaise -donde el protagonista encuentra la tumba, humilde y llena de musgo, del gramático y de su hermano Ángel- todo el libro cobra la forma de una esforzada investigación acerca de la vida y obra del autor del diccionario, que compuso también unas Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano y una excelente Gramática latina. "Los muertos son de donde mueren y no del país donde nacieron", comenta el narrador al considerar los casi treinta años en los que su héroe/santo habitó y trabajó en Francia. La prosa de Vallejo es un estilete afilado y pulido en estas 379 páginas en las que no falta publicación, carta, testimonio, anécdota o factura.
Vallejo carga con ironía y sentido del humor contra la solemnidad y jerga de las burocracias oficiales. Un lenguaje rebuscado que se cultiva particularmente en Colombia: "Colombia es una desgracia, una cruz. Yo cargo con ella como cargó con la suya el Nazareno". Cuervo murió a los sesenta y siete años y legó a la República de Colombia todos sus libros (5731 ejemplares) y papeles, incluida una notable colección de cartas que nos sumerge en el ambiente de la época y en la correspondencia cruzada con sus amistades.
Conocemos también las pequeñas miserias cotidianas de cuantos acudieron al diccionarista para solicitarle favores, y, sobre todo, dinero. Rufino José Cuervo es, para el narrador de Vallejo, "el más grande de los filólogos de este idioma y el más noble de los colombianos", también el árbitro de la Lengua y el educador que "enseñó a hablar bien a Colombia". Alaba en él y en su hermano una especie de inédita pureza (santidad) que los conducía a alejarse de los puestos públicos, a diferencia del resto de "la maldita raza colombiana, que nace y pare para parir más y para treparse a la presidencia". Ambos siguieron amando a Colombia sin reservas desde su "exilio" francés, algo que maravilla a un narrador que considera que: "Patria es donde uno vive, no de donde se tiene que ir". Se despacha Fernando Vallejo contra la curia romana, el Papa y el Opus Dei, y en especial contra miembros del alto y bajo clero que también solicitaron por carta cuantiosas limosnas al filólogo Cuervo. A diferencia de la fe inquebrantable de Cuervo, el narrador sentencia: "Tan alto está el Altísimo, que no está".
El texto refleja la sangrienta Historia de Colombia, los asaltos al poder de unos y otros. La relación de presidentes colombianos es "un inventario y catálogo de la infamia". España también recibe lo suyo, especialmente en el asunto de la expulsión de los judíos y moriscos, lo que, paradójicamente, da lugar a la evocación delicada de una hermosa escena romana en la que el narrador recuerda su conversación con una muchacha descendiente de sefarditas. La Real Academia Española (los "jueces de Madrid y su defectuoso diccionario"), la insuficiente y sólo peninsular Gramática de Bello, Alfonso XIII, o autores como Santa Teresa, Hartzenbusch o Clarín no salen precisamente bien parados. La de Ávila cultivó "una prosa cocinera digna de la mujer de Sancho Panza, pero eso sí, consagrada toda a Dios".
El Cuervo blanco es un texto largo, compacto, monumental, erudito, sin capítulos ni cortes, con mil sutilezas filológicas y gramaticales, que exige mucho del lector pero que se agiliza con el intercalado de punzantes glosas-dardo propias de Vallejo. Y, junto a los muchos improperios y salidas de tono, vamos encontrando en el camino afirmaciones medidas, verdaderamente lúcidas y sapienciales. Como de costumbre, no queda títere con cabeza, mucho menos la cabeza de lo oficial, lo institucional y todo cuanto representa. "Lo que aprendió Cuervo lo aprendió solo. Y lo que enseñó se lo llevó el viento", afirma el autor. El gran diccionario fue "la máxima locura de esta raza y para su autor su gran tragedia". El libro es también el particular tributo del escritor a la lengua castellana, su denuncia de tantos como la maltratan y todo un llamamiento a su buen uso.