Enriqueta Antolín. Por J.M. Lostau
Las primeras novelas de Enriqueta Antolín (Palencia, 1941), desde La gata con alas (1992) hasta Mujer de aire (1997) descubrieron a una autora capacitada para plasmar la nostalgia de una infancia y una adolescencia enturbiadas por la implacable erosión del tiempo. Sustancialmente, ese motivo central no ha cambiado en las obras posteriores, aunque la escritura de la autora, que ha ido espaciándose con los años, haya madurado hacia formas narrativas menos convencionales.Qué escribes, Pamela es una excelente ocasión para calibrar los cambios experimentados por esta escritora, que no ha perdido, sin embargo, algunas de sus virtudes más relevantes, como la finura en el diseño psicológico de los personajes femeninos y el juego de alusiones que le permiten suplir el relato continuo por la yuxtaposición de fragmentos de la historia y los cambios de perspectiva que la enriquecen. Porque, en efecto, lo que la Pamela adulta escribe en su cuaderno son recuerdos sueltos, sensaciones aisladas, escenas que a veces parecen desgajadas del conjunto, hasta el punto de que podrían suprimirse sin daño alguno -como los capítulos titulados "Zaida" (escrito con magistral gracejo) o "Museo"-, y que, sin embargo, van componiendo un mosaico -incompleto, falto de teselas- que permite reconstruir una historia familiar de encuentros y desencuentros, de amores mortecinos y rutinarios, de infidelidades y decepciones.
Todo gira en torno a muy pocos personajes -la madre, el padre, la vecina, el profesor boliviano, algún personaje infantil hundido en la memoria-, aunque se tiene la impresión de que son más por el continuo cambio de enfoques: capítulos narrados en tercera persona, e incluso en segunda, junto a otros relatados desde la perspectiva de los diversos personajes y diversos saltos temporales que rompen la sucesión cronológica producen la impresión de apuntes no ordenados, de fragmentos de un borrador inacabado, y fuerzan la colaboración del lector, empeñado también él en la aventura de atisbar las interioridades de una familia cuyas particularidades tendrían que explicar la complejidad psicológica y anímica de Pamela, al fin y al cabo sujeto de la historia e incluso destinatario de la misma, porque la reconstrucción parece más bien orientada a esclarecer los pasajes oscuros de la memoria del personaje que a pergeñar una crónica dirigida a lectores ajenos.
De ahí que en las últimas líneas de la novela, cuando el padre pregunta "¿Qué escribes, Pamela?", leamos: "Mi hija me dio la espalda y se dirigió solemne hacia su cuarto. ‘Estoy escribiendo nuestra historia', respondió sin volver la cabeza. ‘Pero tú no la vas a leer'" (p. 168).
Enriqueta Antolín ha reducido el relato a los datos esenciales, con descripciones escuetas de lugares y personas, recalcando en alguna ocasión la irrelevancia y la artificiosidad de estos detalles cuando lo que importa es el meollo de acciones y sentimientos: "Vean una escena de absoluta armonía familiar. Un salón comedor como tantos, pero sin porcelanas de Lladró. Un grabado abstracto firmado y numerado y una estantería con libros leídos hablan a favor de los dueños del piso, un hombre y una mujer casi jóvenes, un chiquillo de guardería y una adolescente con una máquina de fotos digital recién estrenada: yo" (p, 27). La desnudez de la narración es una de las mayores virtudes de esta novela, por otra parte, como es habitual en la autora, pulcramente escrita, a pesar del error en la utilización de "escaparates lujuriosos" (p. 53) donde acaso se quiso escribir "lujuriantes".