P. D. James. Foto: A. Buckerfield
Phyllis Dorothy James (Oxford, Gran Bretaña, 1920) pasó su adolescencia leyendo a Jane Austen y buena parte de su edad adulta preguntándose qué tal le sentaría un misterio a la encantadora, aunque no lo suficientemente bonita -o eso opinó de ella el señorito Darcy, su futuro marido, la primera vez que la sacó a bailar-, Elizabeth Bennet, protagonista de Orgullo y prejuicio, la novela más recordada de la mujer que, quizá porque jamás se casó, convirtió el matrimonio en su obsesión literaria. Y por fin se ha atrevido James a comprobarlo, haciendo las maletas y mudándose, a sus 91 años, a Pemberley, la majestuosa hacienda que Fitzwilliam Darcy posee en la campiña inglesa.Para ello, ha tenido que retroceder en el tiempo, nada menos que hasta el lejano 1803, es decir, seis años después de que Elizabeth y el señor Darcy se casaran, y colocar un cadáver en el bosque. El cadáver en cuestión es el del capitán Denny, leal compañero del apuesto aunque increíblemente caradura George Wickham, ex pretendiente de Elizabeth Bennet y actual marido de su hermana Lydia. Y lo ha hecho en la víspera del baile de Lady Anne, con todo dispuesto para una nueva entrega de la tan esperada cita anual. Si ni a Elizabeth ni al señor Darcy les emocionaba la idea de que su cuñado -el tal Wickham- asistiera al baile, como parecía que pensaba hacer, mucho menos lo consigue la casualidad de que haya sido hallado junto al cuerpo de su amigo, con restos de sangre en las manos y de que no haga más que repetir lo que a todas luces parece una confesión, de lo más ambigua, pero confesión al fin y al cabo ("Dios mío, Denny está muerto. Era mi amigo, mi único amigo y lo he matado. Es culpa mía").
Curtida en mil batallas, la veterana dama del crimen se las ingenia para, respetando lo que dejó a deber Austen, esto es, algún que otro reproche de la protagonista a la vida que finalmente eligió -a veces se pregunta Elizabeth si hizo bien casándose con Darcy- y una vida más o menos aburrida -en la que lo más emocionante que puede pasarte es que organices un baile que lleva el nombre de tu suegra-, construir una historia negra de esas que a Agatha Christie le hubiera encantado: media docena de sospechosos en un lugar cerrado, la mansión de los Darcy, con un viejo enemigo de la familia, el magistrado sir Selwyn Hardcastle, encargado de descubrir quién lo hizo.
Atiende James a los detalles de la trama, repartiendo pistas falsas y dejando cabos sueltos aquí y allá -como el paseo a caballo que da el coronel Fitzwilliam a solas, justo en el momento en el que podría estar cometiéndose el crimen-, y a la vez se sumerge en el retrato de la vida de Elizabeth Bennet, heroína en la sombra esta vez, que cede toda la atención a los secundarios de la novela de la que provienen. Secundarios a los que acompañan creaciones de la propia James -como el abogado Henry Avelston, soltero de oro, que espera poder casarse con la hermana de Darcy-, que no sólo no desentonan sino que sirven para acabar de cerrar una trama en la que los intereses de cada uno se disparan, como flechas, en todas direcciones.
Al final, el resultado es una redonda novela de misterio ambientada a principios del siglo XIX, una novela en la que explota todo aquello que se contuvo en el clásico en que se inspira, Orgullo y prejuicio, de manera que lo que empieza teniendo el aspecto de una pirueta de intenciones lúdicas -la de resucitar a la pareja y jugar con ella- acaba por confirmar que del amor al odio sólo hay un paso y que toda novela romántica contiene, si se tensan más de la cuenta las relaciones, una novela negra. Lo único que hace P. D. James, pues, es apretar el botón de cambio de género y dejarse llevar. No es la novela por la que espera ser recordada, es la novela con la que esperaba divertirse, visitando Pemberley por última vez.