John Banville
John Banville (Wexford, 1945), recurrente candidato al Nobel, se mueve en terrenos proustianos y nabokovianos armado con un arma definitiva: el estilo. Antigua luz no es una excepción, aunque sí tiene sus peculiaridades. La novela retoma unos personajes que ya conocimos en Eclipse e Imposturas, sin que esto dificulte una lectura independiente. Lo que ocurre es que las resonancias del texto, y su singularidad, resaltan más al conocer esos precedentes. En esta ocasión, el veterano actor teatral Alex Clave rememora su primera historia de amor (¿pero era amor? El narrador duda, y con razón, porque hablamos de una pasión radicalmente egoísta) con una mujer que le llevaba 20 años y era la madre de su mejor amigo; además, nos explica su experiencia rodando una película sobre un personaje esencial, el crítico e impostor Alex Vander, al lado de la quebradiza estrella Dawn Devonport, y se sincera sobre la pérdida de su hija, la genialoide y perturbada Cass Cleave, 10 años atrás.Todos los temas banvillianos salen a pasear por estas páginas, en un registro algo más juguetón de lo habitual, pero con la misma voluntad artística: así, se nos habla sobre la identidad múltiple del individuo, sobre las texturas que adquiere el recuerdo y la enorme ramificación de alternativas que surgen en el tiempo infinitesimal transcurrido entre un hecho y su reconstrucción. Una de esas alternativas, claro, es la ficción. O tal vez, todas son ficción. En cuanto al reverso lúdico, bastará observar cómo Banville juega a parodiarse en la figura de un escritor, un tal JB, cuyo libro La invención del pasado exhibe un estilo arcaico y filigranesco. O bien, sonreírse con gesto de estar en el ajo cuando un personaje brumoso, el argentino Fedrigo Sorrán -¡ehem!--, nos habla de la "antigua luz de las galaxias", que nos llega cuando ya es pasado.
Hay en Antigua luz una escena extraordinariamente bien escrita en la que el joven Alex contempla desnuda por vez primera a su madura "light of my life": la señora Gray está en el baño y se refleja en un espejo que a la vez se refleja en otro espejo… Hay ahí un rizar el rizo, un retruécano de la memoria, tan arriesgado como perfectamente resuelto. Y no es una excepción: Banville se la juega constantemente con una prosa que exige considerar legítimas las apelaciones al pan de oro: ¿"La tristeza del verano no era más que una leve pelusa, del tono de una delicada telaraña, sobre la piel de la madura y reluciente manzana del amor"? Yo a eso lo llamo valor. Por otra parte, el erotismo siempre es un riesgo: Banville lo afronta con un rictus irónico, sutilmente burlesco, pero mirándolo de frente. Y le salen páginas fabulosas sobre la fascinación sexual. Porque, en última instancia, e insisto, hablar de Banville es hacerlo de estilo. Por eso las primeras páginas de Antigua luz, además de anunciar que las cosas tienen su envés, le ceden el protagonismo a las palabras, que "no sienten vergüenza" y a veces contienen un "lloriqueante intento de exculparme". Son, por cierto, las palabras de un actor, y en este matiz creo encontrar una particularidad del libro: cierta levedad en el tono. Bien, levedad tal vez es excesivo: pero en esta novela que tal vez es un monólogo, los recursos orales, las apelaciones al lector y los meandros más coloquiales (a veces, como todos sabemos, una mujer está "en pelotas" y punto) confieren al conjunto un atractivo más accesible que el de otros títulos suyos.
Antigua luz carece de personajes memorables, pero Banville deja que los dioses revoloteen de fondo para ofrecernos, en última instancia, una nueva novela de fantasmas. De antiguas luces que siguen entre nosotros. El sorprendente giro final demuestra que, aunque el irlandés sea sobre todo un estilista, a veces la trama también es estilo. Y Damiá Alou es un excelente traductor.