Lorenzo Silva. Foto: Domènec Umbert
Pocos casos hay de escritores tan contumaces como Lorenzo Silva (Madrid, 1966), y tan coherentes, además. Desde 1997, año de publicación de La flaqueza del bolchevique, hasta Niños feroces (2011), el escritor ha ido posicionándose en un lugar respetado que sabe mantener y alimentar a fuerza de entregas demostrativas de su empeño por explorar diferentes fórmulas del género narrativo. Ahora bien: si hay un ángulo desde el que su posición como narrador parece haber encontrado su atalaya, y su mejor registro es, sin lugar a dudas, la serie del brigada Bevilacqua y la sargento Chamorro. Ya conquistó a tirios y troyanos en1988 con el primer título, El lejano país de los estanques, un estupendo relato policial heredero de lo aprendido en los mejores del género negro (Dashiell Hammet, Raymond Chandler, Manuel Vázquez Montalbán), capaz de mantener la expectación, de mezclar el misterio con algo más contundente que pinceladas psicológicas en los personajes, y de calzarlo de tal manera que el retrato social habla solo, y, de su mano, los dilemas morales de nuestro tiempo.Ese fue el primer peldaño de lo que hoy representa una serie que le ha convertido en referente indiscutible de la actual novela negra, compuesta, entre otras, por El alquimista impaciente (uno de sus baluartes), La estrategia del agua (donde incorpora con acierto un tercer personaje a la plantilla de protagonistas: el joven guardia Arnau), y ahora, el último: La marca del meridiano. ¡Difícil que ofrezca sorpresas!, es verdad, porque la costumbre de ese microuniverso policial está más que afianzada: la realidad es referencia ineludible, la obstinada ironía del protagonista es su mejor aliado, además de ser la gran cualidad expresiva de su estilo, impregnando fondo y forma en un relato que se disfruta de principio a fin, no por ser el mejor de los suyos, sino por hacer crecer la dignidad de la serie con la acción oportuna y el adecuado tratamiento.
El marco de convulsiones sociales, estrecheces económicas y extendida corrupción moral en el que vivimos inmersos, forja la acción; el tratamiento ensancha su sentido al servirse de esa sutil metáfora del "Meridiano de Greenwich", la línea imaginaria que atraviesa la geografía española separando las dos ciudades que ambientan el nuevo caso, Madrid y Barcelona, territorios que representan el pasado y el presente de la biografía profesional y sentimental del brigada. En esa línea imaginaria se funden los dos planos del relato: la investigación del caso, la muerte de su maestro en investigación criminal durante dos años, víctima de lo que parece un ajuste de cuentas o una venganza rumiada desde tiempo atrás. Y lo que de él se deriva: la avalancha de recuerdos de aquella época.
Un episodio mal cicatrizado se convierte, así, en información necesaria para lo que parece un asunto de corrupción dentro del Cuerpo, con conexiones en diferentes ciudades. Bevilacqa, endurecido por lo que la realidad le ha ido deparando, descreído (solo a medias), sabedor del conocimiento y sus zozobras, opta por regresar a esa deuda del pasado, para zanjarla. La investigación policial, en cambio, es otra historia: choca con las paradojas del sistema social y político, y su final es abrupto, imperfecto e inesperado. ¡Lo suyo siempre fue una batalla moral disfrazada de acción policial! Quizá eso haga que siempre sea siempre bien recibido este entrañable personaje.